Escrito en la piel
orena fue a ver lo de un pedido, ya no debe tardar. No te preocupes, le digo que la llamaste… Claro que no se me olvida… Ándale, que te vaya bien y, por favor, cuídate mucho.
En el momento en que Sandra cuelga el teléfono aparece Lorena. (Ambas son dependientas en la panadería Versalles.)
Lorena (acciona la caja registradora): Aquí pongo el adelanto de los canapés. ¿Con quién hablabas?
Sandra: Con Ubaldo. Desde que saliste, van dos veces que llama. Si hubieras vuelto un minutito antes lo habrías alcanzado.
Lorena: Ay, no importa.
Sandra: Pasaste la semana esperando la comunicación y ahora sales con que te vale. No te creo.
Lorena: Allá tú, pero de verdad hoy no tengo ni tantitas ganas de hablar con Ubaldo.
Sandra: Pues en cambio él se notaba muy ansioso por comunicarse.
Lorena: Sí, claro, para decirme lo mismo de siempre: que no desespere, el tiempo pasa rápido, en cuanto pueda viene a visitarme o manda por mí.
Sandra: ¿No le crees?
Lorena: Sí, pero ¿cuándo? Ya pasaron ocho meses y seguimos en las mismas: él por allá y yo aquí. ¿Quién me dice que un día de estos no se mete con otra mujer?
Sandra: Se ve que has estado hablando con tu mamá. Con perdón tuyo, esa señora se pasa la vida metiéndote ideas raras en la cabeza.
Lorena: Compréndela: no quiere que me haga ilusiones y después me lleve una decepción, como mi prima Eva, que pasó cinco años esperando el regreso de su marido. Joaquín volvió, sí, pero con otra familia.
Sandra: ¿Y por qué piensas que Ubaldo va a hacerte lo mismo?
Lorena: No sé, y mejor vamos cambiando de disco. (Reflexiona un momento.) Y otra cosa: si tanto le interesaba hablar conmigo, ¿por qué no me marcó al celular?
Sandra: Ubaldo lo hizo, pero me dijo que siempre le responde el buzón. (Suena el teléfono.) Contesta, a lo mejor es tu marido.
Lorena: (duda unos segundos antes de correr hacia el teléfono) Panadería Versalles, diga usted… ¿Quién? No, aquí no trabaja ningún Mariano Torres. (Cuelga.) Híjole, todos los días llaman buscando a ese tipo. ¿Qué habrá hecho?
Sandra: Ya cargas con demasiados problemas como para pensar en los de otros, ¿no te parece?
Lorena (bosteza): Qué raro, son apenas las seis de la tarde y ya me estoy muriendo de sueño.
Sandra: Lo que tienes es debilidad. Ayer no comiste nada y hoy tampoco. (Se acerca con expresión afectuosa.) ¿No se te antoja que vayamos a cenar al merendero de Tula? Así platicamos.
Lorena: No quiero llegar tarde a mi casa.
Sandra: ¿Alguien te espera? (Ve a Lorena cubrirse la cara.) No llores. Ubaldo tiene razón: el tiempo pasa muy rápido y cuando menos te acuerdes ya lo tienes aquí…
Lorena: No sabes cómo lo extraño. Era bien lindo conmigo, bien cuidadoso. Antes de irse le puso doble chapa a la puerta y mandó tapiar la ventanita del baño que da al callejón de los teporochos.
Sandra: Quería dejarte protegida.
Lorena: Pero él, ¿estará bien?
Sandra: Claro que sí. Me lo dijo, pero de todos modos le aconsejé que se cuidara mucho. ¿Más tranquila? (Ve asentir a su amiga.) Así es como tienes que estar en vez de darte cuerda imaginándote cosas horribles. Con el acelere que traes y que no comes… (Mira el reloj.) Ya falta poco para que salgamos. Acuérdate de que te invité a cenar.
II
Tula pone dos tazas de café en la mesa que ocupan Sandra y Lorena.
Tula: Se los traje recién hechos. ¿Algo más?
Lorena: No, gracias. (Mira los lugares vacíos.) No hay nadie. ¿Podría fumar?
Tula: Aquí no, mi cielo, porque me multan.
Sandra: No me dijiste que habías vuelto al cigarro. Si quieres seguirle, ¡allá tú! Pero recuerda que te hace daño.
Lorena: Sí, lo sé y voy a dejarlo, pero luego, cuando salga de esta rachita. (Juega con el paquete de cigarros.) ¿Por qué tuvo que irse?
Sandra: Lo sabes mejor que nadie. Ubaldo llevaba dos años buscando trabajo y se desesperó de que tú sola afrontaras los gastos de la casa.
Lorena: Que hubieran sido tres o cuatro, no me habría importado con tal de tenerlo cerca en vez de vivir en la zozobra de no saber qué le pasa, cómo está su situación. Cuando se lo pregunto por teléfono me sale con que va de lo mejor, pero sospecho que me lo dice para no intranquilizarme.
Sandra: Confía en Ubaldo. Sabes que es un hombre trabajador, de carácter. Siempre he tenido la impresión de que no le tenía miedo a nada.
Lorena: A una cosa: quedar solo, malherido o muerto, en algún barranco. Por eso antes de hacer el viaje… (Se lleva las manos al pecho.) Me estoy sintiendo mal. Quiero ir a mi casa.
Sandra: Te acompaño.
Lorena: No es necesario. Estaré bien.
Sandra No lo dudo, pero voy contigo. Además, se me antojó que me invites una cubita.
Lorena: Tendremos que comprar hielo en el Oxxo, porque mi refrigerador sigue descompuesto. (Llama a Tula.) La cuenta, por favor.
III
Una lámpara roja inunda la estancia de un tono cálido. En la mesa de centro una fuente eléctrica destila una cascada minúscula. Con un vaso en la mano, Sandra observa las fotografías en la pared.
Sandra: En ésta, Ubaldo salió muy bien. ¿Dónde se la tomaron?
Lorena (acercándose): En Tepito. Él quería tenis nuevos para su viaje. Los compramos. Luego me llevó a un lugar para que le tatuaran en la espalda su nombre completo.
Sandra: Y eso, ¿cómo se le ocurrió y para qué?
Lorena: Te lo iba a decir cuando estábamos cenando, pero me entró mucha angustia… (Mira los hielos deshacerse en el plato.) Ubaldo leyó en un periódico el caso de los indocumentados que fallecen durante la travesía hacia Estados Unidos o los cazan en algún rancho. Como no tienen papeles, quedan en cualquier parte sin que nadie pueda identificarlos. Ubaldo decidió tatuarse para evitar lo que más le horrorizaba: morir solo y sin nombre en el desierto.