Lunes 17 de febrero de 2014, p. 3
Nadie se había percatado de que algo le pasaba a Miguel. No apuntaba la tarea, había bajado sus calificaciones y, de pronto, prefería estar alejado de sus amigos. Ya no hablaba con nadie. La maestra se dio cuenta y lo comentó con la directora, que a su vez le indicó que se mantuviera atenta.
No tuvo que esperar mucho. Un día, un grupo de alumnos envolvieron a Miguel con cinta canela y él no hizo nada para defenderse. Este niño, de sólo siete años, vivía preocupado y triste, porque estaba en medio de una guerra: la de sus padres, que, además, habían dejado de mirarlo.
Ya en la primera consulta en el Centro de Especialización en Estudios Sicológicos de la Infancia (Ceepi), a la que habían sido citados ambos padres, sólo llegó la mamá, porque el señor tenía mucho trabajo
. En realidad, explica la terapeuta Vanesa Echandi, a pesar de que ya se estaban divorciando no se ponían de acuerdo.
Miguel dijo lo que le dolía con sus dibujos de personajes que en lugar de manos tenían lumbre o armas con las que golpean y queman por el fuego que llevan. Por medio del juego también transmitió sus sentimientos: construía torres con bloques de plástico y al final, su mayor satisfacción era destruirla. Se aventaba sobre la construcción con todo su cuerpo.