Opinión
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Philomena
U

n corazón sencillo. Nada puede triunfar contra la armadura invisible de una sencillez afectiva, ni la duda, ni el cálculo, ni la ironía. Con estas palabras el escritor francés Michel Tournier evoca, en un prólogo, el carácter excepcional de Felicité, la célebre criada de Un coeur simple (1876), el relato breve del novelista Gustave Flaubert. Algo similar puede decirse del personaje Philomena (una Judi Dench memorable), y su capacidad de derribar, pieza por pieza, el escepticismo moral y la suficiencia intelectual de Martin Sixsmith (Steve Coogan), el periodista que acepta acompañarla en la búsqueda del hijo ya quincuagenario, que supuestamente ella abandonó de niño, pero que en realidad le fue arrebatado por unas monjas cuya fe religiosa sabía combinarse con el afán de lucro.

Basado en The lost child of Philomena Lee, el libro de recuerdos del propio Sixsmith, ex corresponsal de la BBC, Philomena, filme más reciente del británico Stephen Frears, narra el encuentro del autor con la anciana irlandesa que durante más de 50 años purgó la penitencia por un amorío adolescente que hizo de ella una madre soltera.

En una serie de flashbacks sobriamente presentados, los guionistas Steve Coogan y Jeff Pope muestran a la protagonista como reclusa en un convento para mujeres descarriadas, y describen luego el desasosiego de la mujer solitaria que ya nada supo del paradero de ese hijo suyo que a los tres años fue vendido a una familia estadounidense por mil libras esterlinas.

El asunto remite, en primer término, a The Magdalene sisters (2002), del también británico Peter Mullan, una de las películas más dramáticas sobre la vocación represiva de la Iglesia católica, con su recuento de las atrocidades padecidas por un grupo de jóvenes madres solteras en los años 60 del siglo pasado, a quienes se les ofreció en una correccional irlandesa, administrada por monjas, la purificación de sus pecados (violación o embarazo indeseado), mediante un régimen de privaciones y castigos que sólo exhibía la insensibilidad moral y la crueldad del dogma. A la atención que en fechas recientes ha recibido el escándalo imparable de la pedofilia clerical, se añade, como pieza complementaria, los abusos a jóvenes madres cuyas existencias se vieron destrozadas por un oscurantismo que sólo hasta ahora recibe, por presiones internacionales, un mínimo de atención por parte de la más alta jerarquía eclesiástica.

Lo interesante en Philomena es el modo en que Stephen Frears coloca el acento en el personaje del periodista Sixsmith y en su novedosa educación sentimental. Decidido a acompañar a Philomena hasta Washington en busca del hijo desaparecido, lo que finalmente descubre a título personal es la impecable victoria moral de la vieja mujer pecadora sobre la institución intolerante y rancia que la condenó. Descubre también que en su propia capacidad de indignación –esa misma que pudiera compartir el lector o lectora de estas líneas– apenas cabe la difícil generosidad moral que lleva al ofendido a perdonar a sus ofensores, un privilegio moral inalcanzable para el inquisidor y defensor del dogma. Sin mayores aspavientos, con la sencillez de la Felicité flaubertiana y un sentido del humor afinado por la madurez, Philomena va resolviendo en su viaje todos los asuntos pendientes antes de ese gran final suyo que imagina próximo.

Su compañero Martin la observa confundido, impaciente e irritado, a la manera de un discípulo que asimila la lección a regañadientes. Y ante los dos personajes desfilan, en muy poco tiempo, algunas instancias de las intolerancias más graves de las últimas décadas: la manera en que los gobiernos asistieron indiferentes a los estragos de la epidemia del sida sobre una minoría sexual estigmatizada, hasta el momento en que advirtieron su expansión indeseada; la forma también en que las instituciones religiosas cubren todavía hoy de oprobio a las mujeres que juzgan pecadoras (lo que no les impide lucrar con el fruto del pecado), gozando al mismo tiempo de encubrimiento eclesiástico y de impunidad en el mundo de la justicia laica. Ante estas dos realidades que afectaron de modo muy directo la vida de Philomena, su reacción será sorprendente y conmovedora.

El director Stephen Frears recobra aquí el brío contestatario que volvió emblemáticas algunas de sus películas de los años 80 (Mi hermosa lavandería, Sammy y Rosie se lo montan, Ábrete de orejas), pero al ánimo iconoclasta de aquellos tiempos le añade ahora una solvencia narrativa abierta a públicos más amplios y sobre todo, a la manera de un inesperado discípulo de la propia Philomena, una nueva lucidez que le permite ser implacable y a la vez sensible. Una buena muestra de madurez intelectual.

Se exhibe en salas de Cinemark, Cinemex y Cinépolis.