ilma Rousseff empezó el último año de su mandato presidencial enfrentando fuertes resistencias en el mercado financiero local, con una mezcla de temor y desconfianza en los inversores extranjeros.
No es un fenómeno único: buena parte del escenario internacional se muestra poco propicio a los países emergentes. Las incertidumbres del mundo no eligen blancos aislados, afectan todos de manera general, y a algunos de manera particular. Brasil no quiere estar en esta última categoría y el gobierno trata de buscar una estrategia eficaz para lograrlo, tanto en el campo interno como en el externo.
Además, la situación de la economía tiene peso específico en las elecciones generales de octubre. La persistente presión inflacionaria (2013 cerró con una tasa de 5.91 por ciento) es buena munición para los adversarios, y gracias a los segmentos de alimentación, vestido, transporte y servicios afecta directamente a las clases más bajas, donde se concentra el grueso del electorado.
Por todo eso, Dilma se concentra en enviar señales en varias direcciones: al electorado, al mercado financiero y, por extensión, al exterior.
Con insistencia, trata de asegurar que Brasil dispone de los medios necesarios para hacer frente a la crisis que amenaza a los países emergentes. Insiste en que en 2014 el gobierno mantendrá una gestión compatible con la continuidad de la política de profundo compromiso con la responsabilidad fiscal
, y dice que en su gobierno hay plena disposición para hacer que 2014 sea un año mejor que 2013.
El principal problema de la mandataria es que, por más que asuma compromisos y difunda datos que deberían tranquilizar a los inversionistas, todavía no ha logrado convencer a los analistas, consultores e inversores de que el cuadro es mucho menos feo de lo que pintan. Argumentos concretos, como la continuidad del nivel de empleo y la reducción de las desigualdades sociales, además de la estabilidad y del crecimiento económico, no parecen suficientemente convincentes, o seductores, para los dueños del dinero.
También hay vientos preocupantes en el escenario externo, que hacen que la volatilidad de la Bolsa y las oscilaciones del cambio afecten aún más algunos sectores de la economía ya bastante debilitados, en especial la industria.
En lo que va del año, la bolsa cayó 12 por ciento en Brasil y el dólar se revaluó otro tanto frente al real. A eso se suman las presiones para que aumente aún más la tasa básica anual de interés, la Selic, y también eso preocupa al gobierno.
En intensas reuniones a puerta cerrada, técnicos del Banco Central y emisarios del equipo económico tratan, sin mucho éxito, de convencer a analistas y consultores de que esa proyección no tiene base concreta alguna. A la vez, intentan demostrar que en enero la inflación se mantuvo bajo control y que los gastos del gobierno siguen el mismo camino.
Sin embargo, hay problemas que no pueden ser ignorados. Las exportaciones tuvieron el peor enero de la historia, con un déficit de 4 mil millones de dólares, y se supo que la recaudación fiscal aumentó alrededor de 2 por ciento en 2013, en comparación con el año anterior, mientras los gastos públicos subieron 7 por ciento.
En suma, todo eso lleva a que los grandes fondos globales de inversión miren hacia Brasil con desconfianza creciente.
Por si fuera poco, ahora surgen críticas contundentes vinculadas a algunas medidas adoptadas por Dilma para reducir precios, contener la inflación y estimular el consumo interno, que ayudaron a corroer el saldo de las cuentas públicas.
Subsidios y renuncias fiscales para abaratar productos y servicios, de la gasolina a la energía eléctrica, de los alimentos a los electrodomésticos, pueden haber costado alrededor de 20 mil millones de dólares en 2013. Son cálculos del mercado financiero, con base en datos oficiales.
Con ese valor, el gobierno podría haber cumplido holgadamente la meta oficial de ahorrar 50 mil millones de dólares para disminuir la deuda pública. Se lograron unos 37 mil millones, lo que provocó fuerte insatisfacción y nueva desconfianza de los inversores sobre la capacidad del gobierno para cumplir sus metas.
Sin embargo, suspender algunos programas significaría quitar a una parte sustancial de la población el acceso a bienes y servicios, y liquidaría de una vez el exitoso Mi casa, mi vida
, que en tres años entregó, con base en créditos de bajísimo interés, alrededor de 3 millones de viviendas de interés social por todo el país.
Por su parte, el gobierno afirma que la economía puede perfectamente soportar ese resultado y que no pretende interrumpir programa social alguno.