as universidades del siglo XXI están siendo sometidas a presiones de diversa naturaleza. Una de ellas es la exigencia de que se evalúe si cumplen adecuadamente con su función. Pero la definición de esta función ha ido cambiando, en consonancia con los retos a los que se enfrentan las sociedades en las que operan nuestras entidades de educación superior. Algunos de estos retos son recientes, como el cambio climático, la accesibilidad al agua limpia y otros desafíos a la biodiversidad. Otros son de vieja data, como la pobreza, la desigualdad y el respeto a los derechos humanos.
El modelo económico implantado a escala global ha exacerbado el carácter excluyente y concentrador que caracteriza a las sociedades capitalistas. Esto ha sido posible, además, porque en el globo prácticamente desapareció el polo político y social que postulaba otro proyecto económico. La crisis financiera de 2007, que sigue presente, impulsó aún más la concentración del ingreso, llegando a niveles asombrosos. Obviamente ha habido avances en la reducción de la pobreza extrema, pero están lejos de lo que demandaban los Objetivos del Milenio propuestos por la ONU a finales del siglo pasado.
Resolver los problemas anotados es ya imperativo. Sólo será posible si se estructura una estrategia integral en la que se reconozca que, como señaló el presidente de Uruguay en la pasada reunión de la CELAC, el desarrollo humano no se reduce al desarrollo económico. En la formulación y puesta en práctica de esa estrategia las universidades son decisivas. Lo son porque en ellas radica buena parte de la capacidad analítica que permite resolver problemas. Lo son porque en ellas existe siempre una preocupación social. Lo son, además, porque frecuentemente tienen más capacidad de convocatoria que muchos gobiernos.
La tarea, sin embargo, no es fácil. Muchas universidades se han ocupado poco por mantener vínculos con las sociedades que les dan cabida. Su desarrollo ha respondido a requerimientos establecidos por sus propios intereses y necesidades. Por esto la vinculación social tiene que recuperarse como uno de los valores básicos a los que deben responder las universidades de nuestra región. En esta recuperación es fundamental que se desarrollen procesos de convergencia basados en el reconocimiento de lo que se requiere es un encuentro de saberes, entre los distintos agentes sociales.
Las universidades tienen que plantearse varias tareas con el propósito de que se generen capacidades que concurran al logro del objetivo del desarrollo sostenido, sustentable e incluyente. Para crear estas capacidades hace falta un modelo de universidad en el que la sustentabilidad no sólo se enseñe, sino se viva. Del diseño de esta universidad socialmente responsable se ocupa el Congreso Universidad 2014 Por una Universidad socialmente responsable
que se está celebrando en La Habana. En él se analizan experiencias de relación entre universidades y comunidades de distinto tipo en los que las universidades acompañan creativamente proyectos de desarrollo local.
Una universidad socialmente responsable tiene que funcionar con altos niveles de calidad, que deben evaluarse y certificarse continuamente. Este objetivo tiene que replantear el concepto de calidad educativa, que incorpore no sólo los contenidos sociales de las nuevas currícula universitarias, sino también su vinculación con su entorno. De modo tal que se superen las limitaciones que derivan de un enfoque en el que la eficiencia universitaria se entiende en términos endógenos y no en su relación con propósitos más amplios.
No todas las entidades que forman parte de los sistemas de educación superior nacionales estarán interesadas en esta transformación. Muchas universidades, ya sean públicas nacionales o estatales, privadas, religiosas o no religiosas, sí lo estarán y, en consecuencia, formarán parte de una transformación que de ocurrir sería de enorme trascendencia en la construcción de un mundo socialmente sustentable.