ada peor que el prefijo ex. Denota, para empezar, caducidad, lo que fue y dejó de ser; lo que se tuvo y se dejó de tener: ex esposa, ex secretario, ex amigo, ex amante, ex colaborador. Todas estas palabras hablan de un descarte y tienen un tufillo despectivo que es casi una ofensa. Me imagino que ser llamado ex presidente resulta, para los portadores del título, incómodo y hasta doloroso, porque el apelativo les recuerda que su tiempo ya pasó, y que son cartuchos quemados, a pesar de la parafernalia que aún los acompaña. En cambio debe serles muy reconfortante que alguien los llame Señor Presidente, que hay quien lo hace, como si les reconociera como atributo personal el gran poder que tenían cuando encabezaban el gobierno. El ex le recuerda que ese poder nunca le perteneció.
La verdad es que, normalmente, una vez que han ocupado la cima del poder, quienes fueron presidentes quedan flotando en el limbo, sin saber bien a bien qué hacer, y es cuando más se equivocan. Ninguno como Plutarco Elías Calles, que supo seguir mandando después de terminado su cuatrienio, y lo hizo sin ocupar cargo formal. Desde su casa decidía quién sería presidente, gobernador o diputado; y, aunque muchos hayan aspirado a imitarlo, no ha habido un igual al Jefe Máximo, digan lo que digan los que dicen. Creo que hay que preguntarse si los ex presidentes tienen alguna función que cumplir, si acaso pueden contribuir al mejoramiento de nuestra vida pública; porque es posible que, al estar fuera de ella, al menos formalmente, sus acciones sean más perjudiciales que benéficas.
El dolor del ex se agrava cuando los ex presidentes son hombres jóvenes que de la noche a la mañana encuentran que las páginas de su agenda están en blanco, y que son largas las semanas en que las llamadas telefónicas no son más que un cortés saludo o, quizá la persistente petición de un investigador o de un estudiante de doctorado de que le conceda una entrevista. Nuestros ex presidentes han combatido de diferentes maneras el tedio del limbo al que se ven condenados: Abelardo L. Rodríguez se dedicó a los negocios, y a perseguir comunistas cuando llegó a la gubernatura de Sonora (excepcionalmente, fue presidente primero y gobernador después). Tras la máscara de la esfinge, Lázaro Cárdenas hacía mucha política. Alemán también, pero en el sector privado. Fiel a sí mismo, Ruiz Cortines no hizo nada. López Mateos se enfermó. Díaz Ordaz se recluyó en la vida privada y –se dice– escribió unas memorias. Echeverría quiso encauzar su diabólica energía por los caminos del tercer mundo; también buscó ser secretario general de la ONU.
López Portillo sufrió una regresión juvenil y se fue a Roma en busca de la dolce vita, pero, una vez superado el shock del fin del mandato presidencial, escribió un grueso libro de memorias que cuenta su versión de su historia; hasta entonces nuestros presidentes eran ágrafos. Los Apuntes de Cárdenas son taquigráficos, y las Remembranzas de Alemán, apuntes (no incluyo en el recuento los Quince años de política, de Emilio Portes Gil, porque fue presidente interino poco más de un año.) López Portillo inauguró una práctica que retomaron Miguel de la Madrid y Carlos Salinas. Los méritos y la veracidad de las respectivas memorias pueden discutirse. No obstante, son documentos valiosos, porque contienen narraciones y reflexiones que hacen más comprensible su comportamiento y la complejidad del ejercicio presidencial. El que conozcamos sus razones no nos obliga a aceptarlas ni a aplaudirlas.
En otros países los ex presidentes se incorporan a instancias como el Consejo Constitucional en Francia, al que aportan su experiencia y sus conocimientos. Esta alternativa ofrece una fórmula para que sigan trabajando para el país que tanto les dio; no necesariamente les permite inmiscuirse en los asuntos del gobierno, porque el tal consejo puede ser un museo; pero además, los pone al alcance del presidente en turno, si se necesita. Por último, es una salida digna para una persona que ha sido representante de la nación, más digna desde luego que administrar un palenque.