o sabemos: nada viene de nada, pero no deja de asombrarnos que escritores de distintas latitudes y épocas influyan en otros. Eso hizo el colombiano Gabriel García Márquez con el novelista chino Mo Yan y un autor polaco del siglo XIX –quien publicara por entregas una historia de amor que transcurre en la Roma de Nerón– emocionó tanto al adolescente José Emilio Pacheco que lo impulsó a escribir para continuar esa novela.
Quo Vadis, de Henryk Sienkiewikz, es una historia de amor pero también la historia de la decadencia de un tirano que llevó la política al circo con la carnicería de cristianos para tranquilizar a su pueblo.
Ignoro si José Emilio Pacheco llevó a cabo su empresa adolescente pero el gusto por la historia, la certeza de considerar al tiempo como gran hechicero al que no sobreviven fieras, déspotas, ni imperios, la certeza de que si caminamos sin compañía reventamos y el entender la literatura como un continuum, fueron algunas constantes de este escritor a quien debemos, en mucho, la renovación de nuestra literatura.
José Emilio Pacheco fue, como Borges, uno de los escritores más completos de nuestro idioma: nos dejó espléndidas novelas como Las batallas en el desierto, cuentos, poemas recogidos en Tarde o temprano, crónicas literarias como la que escribió sobre Juan Gelman horas antes de morir, traducciones de Eliot, Wilde, Tennessee Williams, Beckett, Schwob, Baudelaire y magníficas crónicas sobre el mundo griego, Hugo, Walter Benjamin o sobre los primeros versos mexicanos. Nada le fue ajeno a su escritura: el haiku, la sextina, el endecasílabo, el verso blanco, el soneto o la prosa que pese a los abundantes datos no deja de ser poesía en muchos momentos.
Pero si no le fueron ajenas las distintas formas de escritura tampoco le fueron ajenos la estructura perfecta de la hormiga o la del elefante, el terror de la guerra, la desigualdad que lacera, el calentamiento global que hará morir ahogados a los últimos osos polares, o el amor que sostiene a un hombre y a una mujer en un tiempo fuera del tiempo.
Prueba de la coherencia intelectual de José Emilio y de saberse una voz más del gran coro que forma la tradición literaria es su último texto escrito. En él, además de darnos luz sobre los poemas de Juan Gelman, nos llama la atención sobre los primeros versos propiamente mexicanos escritos por Fernando Alva Ixtlixóchitl basados en los de su tío abuelo Nezahualcóyotl y sobre la Academia de Letrán.
La literatura mestiza, y la gran labor de la Academia de la que sin duda se sintió heredero, fueron el leitmotiv de buena parte de sus textos. O por lo menos la referencia obligada como puede leerse en el discurso escrito al aceptar ser miembro de El Colegio Nacional y su postrer Inventario publicado por Proceso: La travesía de Juan Gelman
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Pacheco, quién puede dudarlo, fue desde hace medio siglo el poeta joven más importante de México. Por la constante rescritura de sus textos y por haber sido un adelantado en sus temas de interés, similares a los de cualquier joven de nuestros días: el cambio climático, la contaminación de los mares, la injustificable crueldad contra los animales, la destrucción de la ciudades y la sensación de vivir en ese monstruo que se autodevora y multiplica. Muchos años sus malquerientes criticaron esos motivos de su interés. Hoy guardan silencio.
Desde sus primeros y hasta sus últimos poemas, la memoria y su reflejo que es el olvido, el mar –verdadero palpitar del mundo–, el fracaso de cualquier tarea, el paso de las horas, el fin de todo y la eternidad del polvo –nada persiste contra el fluir del día– estuvieron presentes en sus versos. Cada línea encierra entre sus imágenes y su arquitectura sonora una sorpresa que a veces se escucha como el rumor de la sangre, como el viento suave, o como el correr como del agua suelta.
Murió el poeta del minuto y del milenio, del hasta aquí, de la yo más, del mira cómo pasa el tiempo dejando su estela de ruinas y de polvo. El poeta para quien el pan cotidiano, según dijo, fue la violencia y la crueldad extremas, la miseria en el mundo, la angustia de los sin trabajo, los nuevos nómadas que buscan un futuro para sus familias alejándose de ellas por unos pesos.
Como se fue podemos preguntarle: ¿Quo Vadis? ¿A dónde vas José Emilio? Murió el poeta pero quedan sus versos, su otra voz, la voz de la tribu que en silencio nos deletrea. La voz en que se convirtió y que sólo podrán escuchar de hoy en adelante, sus lectores.