arde completa de Federico Pizarro que fue un solo ritmo que lentamente envolvió a los cabales
y los hacía sentir que sólo para uno toreaba.
El toreo estaba escondido en el interior de un espacio inasible en que flotaba Federico al lancear a los toros, sin tocarlos –ojo– en medio de legones de fantasmas toreras que revoloteaban en el coso insurgentino. Pases que traspasaban la percepción y se volvían ayudados por abajo en un palmo de terreno, vibraban y promovían sentimientos en conmoción y melodías como el aire que tocaba sin tocar.
Que hondura el son de Federico al flotar cargado de misterio y fantasía.
Pureza al torear, poder y magia, en giros que eran síntesis de una vida. Adivinanza de lo íntimo, presencia y ausencia, vuelta y llanto.
Inspiración desbordada que guiaba las curvas de sus pases cada vez más suaves volviendo casi imperceptibles, pese a que sus faenas fueron de menos a más.
Federico se imantó con los toros de Santa Barbara de Javier Borrego. Pese a su calidad mostraron la debilidad casi común denominador de la temporada.
Calidad de los toros como la de Genaro hermano de Javier en aquel festival en la México hace treinta años en que bordo el toreo y paso por encima de Manolo y Eloy.
Toritos nobles a los que les sacó la clase Federico con el mando de su muleta.
En ese balsámico sosiego de Federico se memetizo Jerónimo y dejó en el ruedo una serie de verónicas en que paro, templo y mando… espiritualizó al tendido. Mientras en capea no entra en el ánimo de los aficionados.
Federico y Geronimo, ¡par de toreros!