ste año, la muerte ha estado cerca, demasiado cerca de esta casa. Ha venido a tocar la puerta, a llamar por teléfono, a meterse en la conversación de manera advenediza y entrometida como nunca antes lo había hecho. Se metió en nuestra vida en la primavera, en el verano, en el otoño y el invierno. Y no, no es cierto que haya llegado de manera juguetona. Lo ha hecho de forma implacable, desalmada. Llegó una vez invitada por el cansancio de volver a empezar todo de nuevo y dejándose llevar por una enfermedad, por una caída mal curada; otra, por un aparente pequeño accidente casero, también por la expresión de la más grande brutalidad a la que hemos llegado por la pérdida de humanidad en este nuevo siglo, o por el resultado de una larga y avisada enfermedad. Esta última fue la forma en que llegó para arrancarnos a José María Pérez Gay.
La crónica de esa visita largamente anunciada es hoy un hermoso libro, El cerebro de mi hermano, de Rafael Pérez Gay, publicado en Seix Barral hace algunas semanas. Es radiante y agraciado. Y para decirlo de una vez y para siempre, es una obra maestra de la expresión del amor. En un género inédito en la historia de nuestras letras, es a un tiempo crónica –que ya dije–, memorias, biografía, combinación inigualable, nunca visitada por la república literaria en nuestros lares. Con toda la carga de dolor que tiene cada una de sus líneas, a cada vuelta de página siempre existe una sonrisa que te espera.
El cerebro de mi hermano tiene a pecho descubierto toda la dulzura de su autor, todo el humor negro de la familia y todo el azoro con que se tuvo que vivir la enfermedad que se entrometió entre su hermano y el mundo. Es un ejercicio de grande valentía y un homenaje a lo que significa y a lo que es la familia en nuestros territorio. Allí se cuenta la historia de una hermandad de dos niños jugando a que son eternos
.
Esa eternidad se alcanza a través del relato aquí contado. Por eso es un libro a un tiempo tan cercano y tan por encima del tiempo. Es también insólito: le llama Pepe a su personaje cuando prácticamente todo el mundo sabe que se llamaba Chema. Eso da cuenta, por lo menos, de la inmensa intimidad, infrecuente entre nosotros, con que el autor se abre a la memoria de su corazón y a sus lectores. No es casual que el apelativo Pepe se refiera al Pater putativus con el que en nuestra geografía llamamos a San José, padre de Dios en su representación de Jesús y Cristo, en la iconografía religiosa de nuestra historia del arte, donde aparecía siempre con las iniciales PP.
Como todos, cuando conocí a José María Pérez Gay supe que se llamaba Chema. Ya he contado antes, aquí, como por las historias narradas en los tempranos 90 por Antonio Saborit y Sergio González Rodríguez –pero también a veces por Rafael–, en mi imaginario Chema era un personaje sólo comparable con Ulises. Lo que me deslumbró al verlo por vez primera y cada vez que lo veía fue su sonrisa. Sí. El gran legado de Chema es su sonrisa como un sol. A través de ella y del inmenso brillo de sus ojos, cuando sonreía iluminaba el mundo y transmitía lo más grande de su monumental sabiduría.
De su sabiduría supe siempre, pero en la conversación ritual que establecimos cuando preparaba la reunión de una gavilla de sus artículos que se convertiría después en su libro La supremacía de los abismos, me acordaba siempre de la advertencia que su hermano y sus amigos hacían a quien quisiera escucharlo: ¡Cuidado! Chema tiende a engalanar tanto sus historias que llegan con mucha facilidad a tener el rasgo de lo inverosímil
. En El cerebro de mi hermano Rafael Pérez Gay menciona por lo menos en dos ocasiones esa cualidad que adornaba a su hermano. Tanto y tanto me decían que, insisto, trataba siempre de estar alerta para sopesar sus dichos.
En esas andábamos cuando un día, ya el libro viviendo en la calle con éxito, manteniendo el rito de vernos semanalmente, vino a cuento en la conversación el nombre de Claudio Magris, y me dijo: Yo lo conocí, es una pena que la vida cotidiana nos haya separado y haya detenido nuestra correspondencia. ¿Cómo crees?, le contesté. Sí claro, me replicó, nos presentó Elias Canetti al final de los 70. Chema, le dije, a finales de los 70 Canetti escribía los primeros tomos de su autobiografía, no puede ser. Sí, efectivamente, insistió, me contaba de La lengua absuelta y de La antorcha al oído en sus cartas. Chema, porfié, cómo me vas a decir que te carteabas con Canetti. Sí, dijo tranquilo. ¿Y guardas sus cartas?, expresé obstinado. Hace tanto tiempo que no las veo que no sé donde estarán, déjame buscarlas, respondió pensativo. Al cabo de un rato trajo de sus repletos estantes un volumen grueso y allí, olvidadas entre sus páginas, un paquete de cartas de Elias Canetti a José María Pérez Gay en las que le contaba de su nueva casa, de las vicisitudes de la escritura de su autobiografía y le enviaba saludos cariñosos de Hera, su esposa de ese entonces. Una sonrisa llena de picardía iluminó aún más su biblioteca.
En esa biblioteca existen, seguro, tesoros enormes e inimaginados. Pero sin duda, el más grande de todos es la sonrisa de Chema. Esa que nos cuenta Rafael, su hermano 14 años menor, que se producía como sinónimo de la felicidad cuando jugaban en la cama de su cuarto a ser El Santo uno y Blue Demon el otro. Esa sonrisa de Chema que es tan única, tan grande, tan radiante. A vivirla de nuevo nos invita El cerebro de mi hermano. Eso es lo que en el corazón nos comparte Rafael Pérez Gay, la sonrisa encantada de su hermano. Sí. Gracias Rafael: me quedo con su sonrisa como un sol.
Para Constanza Lameiras, por la conversación
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