n décadas recientes, a la par de la imposición y la consolidación del modelo económico neoliberal en nuestro país, algunos de los principales ramos de la economía nacional se han convertido en auténticos polos de saqueo de los recursos monetarios o naturales de la nación, con el consecuente crecimiento del poder fáctico de las empresas foráneas que controlan esos ramos. Tal es el caso de la minería, una actividad que en México es dominada por empresas trasnacionales –la mayoría de ellas, de origen canadiense–, y que se ha caracterizado por arrojar grandes ganancias a los principales accionistas de éstas, a costa de una profunda devastación económica y social.
Ayer, senadores del Partido de la Revolución Democrática señalaron que el saqueo de oro, plata y otros minerales del país, que realizan las empresas mineras que operan en México, es superior al que llevó a cabo España durante la época de la conquista y la colonia, denuncia que viene haciendo desde hace años Andrés Manuel López Obrador y que hoy retoman dichos legisladores y el propio subcomandante Marcos. Guardando toda proporción entre las condiciones históricas que imperaron durante el saqueo colonial y las que prevalecen hoy en día –cuando la tecnología permite una explotación de recursos naturales a escalas mucho mayores– la comparación no parece descabellada si se considera el control que ejercen las empresas mineras sobre extensas zonas del territorio nacional, las deplorables condiciones de trabajo que suelen imponer a sus empleados –equiparables a la esclavitud y carentes de mínimas medidas de seguridad– y, sobre todo, el desproporcionado margen de ganancias que obtienen de la explotación de yacimientos y el ínfimo aporte que realizan al país por la vía fiscal.
Las consideraciones referidas desmienten uno de los principales argumentos con que los gobiernos de las tres décadas recientes han defendido las directrices económicas neoliberales: que la conversión del país en un destino atractivo para los capitales foráneos –mediante acciones como la privatización de la propiedad nacional, la apertura indiscriminada de mercados, la desregulación económica y el aniquilamiento de derechos sociales y laborales– derivaría en una importante captación de divisas provenientes del extranjero que permitirían financiar el desarrollo.
La realidad, en cambio, es que la razón principal por la que los capitales foráneos invierten en nuestro país es porque aquí encuentran condiciones mucho más ventajosas que las que tienen en sus entornos de origen; porque se ven favorecidos por regulaciones laxas y por regímenes de excepción que serían impensables en las metrópolis globales, y porque en México prevalecen márgenes de impunidad que les permiten violentar el estado de derecho sin el temor de ser sancionados por ello.
En la hora presente, para colmo, esas condiciones confluyen con la posibilidad de un ensanchamiento del saqueo económico a raíz de las modificaciones constitucionales recientes que permiten la inversión privada en las distintas ramas que integran el sector energético, empezando por la industria petrolera y la generación y distribución de electricidad. La voracidad que esa perspectiva despierta en la iniciativa privada y en sus personeros de la esfera pública se ve reflejada en la convocatoria al foro Oportunidades de petróleo y gas mexicanos post reforma, a realizarse entre el 25 y el 27 de febrero próximos y en el que se promoverán y discutirán, con la presencia de funcionarios federales, las nuevas oportunidades de inversión y de negocio derivadas de la reforma referida, pese a que las leyes secundarias correspondientes ni siquiera han comenzado a discutirse en las instancias legislativas.
En un entorno de plena vigencia legal y de fortaleza institucional sería impensable la realización de ese tipo de eventos en las condiciones descritas, así como la participación, en ellos, de funcionarios del ramo energético. En el México del siglo XXI, por desgracia, da la impresión –y en política, la forma es fondo– de que la agenda de los intereses privados y trasnacionales ejerce un control e incluso un avasallamiento de la agenda pública, y ello constituye una señal nefasta para la mayor parte de la población.