a absurda costumbre que se tuvo hasta hace poco de cambiar el nombre de los filmes por algún otro que a un ignaro distribuidor le parecía más atractivo, hizo que la película Glengarry Glen Ross de 1992 se llamara Éxito a cualquier precio y es por ello que en la escenificación que presentan Brontes S.C. y los productores Jorge y Pedro Ortiz de Pinedo se le conservó el nombre de la cinta cinematográfica, por si acaso algún espectador recordara ese antecedente. Sea como fuere, la obra de David Mamet conserva sus virtudes y el lejano 1938 en que se ubica tiene muy duras repercusiones en estos días en que la especulación inmobiliaria en Estados Unidos y otras partes del mundo va creciendo. Hay que hacer notar que los productores de la escenificación mexicana llamaron a talentosos colaboradores, empezando por el director Enrique Singer que cada vez más sólido en su desempeño.
En un despacho de vendedores y de bienes inmobiliarios, se ofrece un Cadillac a quien logre más ventas y el despido a quien no logre ninguna, con lo que la traición, los feos golpes por la espalda y demás se hacen presentes. Texto y montaje tienen dos áreas bien delimitadas, el restaurante chino y la oficina de la empresa y en la escenificación cada espacio tiene su propio ritmo gracias a la pericia del director. En el restaurante veremos, a dos en dos la presencia de los personajes que, o bien comentan o bien traman modos de hacerse con las listas de clientes para conseguir ubicarse en el primer rango e incluso repartirse el premio. Singer respeta en todo el texto pero hace que los vendedores más maduros sean en verdad viejos, con lo que el patetismo de su posible situación resulta más que evidente. El áspero lenguaje del dramaturgo estadunidense, en ocasiones obsceno, es igualado al que se utiliza en México en la adaptación de Alberto Lomnitz y resulta normal entre esos hombres que de la falsa camaradería pasan a la más abierta hostilidad.
El teatro López Tarso (que yo no conocía), en donde se presenta el montaje, es acogedor en apariencia pero tiene poco declive, con lo que se dificulta ver en las butacas de la media a la parte trasera. Eso es una pena, porque la escenografía de Jorge Ballina merece ser apreciada sin obstáculos visibles. Las escenas del restaurante, que se corren casi cinematográficamente para dar lugar a otras diferentes, son en verdad dignas de la fama del escenógrafo y la disposición general de la oficina, antes y después del robo, resultan de un realismo muy acorde con el texto, lo que se manifiesta en el cristalazo que recibe una puerta de entrada. El director aprovecha estos espacios para dar dos tonos diferentes.
En el restaurante chino las charlas son siempre entre dos compañeros con los pocos o nulos desplazamientos que el lugar permite, mientras que en la sala de la empresa se mueven varios personajes y crean esa sensación de lugar de trabajo (la oficina regional de Mitch y Murray bienes raíces) con los intervalos necesarios en la actividad. Las dos puertas –la de acceso a otras áreas y la de salida a la calle– permiten esa sensación de lugar de trajín pero también de espera. El pizarrón con los nombres de los vendedores exitosos es lo primero que vemos, en el proscenio, aunque después sea llevado a una parte trasera. A partir del cristalazo y del robo de las guías de clientes se establece una sensación de suspenso que recuerda, en falso, alguna de las conversaciones del restaurante chino.
El elenco es de primera. Héctor Bonilla como el derrotado vendedor estrella Shelly Devene que vuelve por sus fueros y aconseja al joven John Williamson encarnado con cierto airecillo fanfarrón por Julio Bracho. Patricio Castillo es un gracioso George Aaronow. Juan Carlos Colombo es Dave Moss, otro viejo sin mayores expectativas. Bruno Bichir es el joven lleno de entusiasmo Richard Roma. Javier Díaz Dueñas es James Lingk y Juan Carlos Beyer es Baylen. La iluminación es de Ingrid Sac, el vestuario es diseño de Teresa Alvarado y la música original y el diseño sonoro corresponden a Diego Herrera.