l dato más relevante de la muerte de Jorge Rafael Videla, acaecida ayer en el penal de Marco Paz, provincia de Buenos Aires, es que ésta ocurrió en un momento en que el ex dictador cumplía una condena por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el contexto de la última dictadura argentina (1976-1983), y con el telón de fondo del proceso de justicia histórica que se desarrolla en aquel país, luego de la abolición de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, con las cuales se amparó la impunidad de los militares golpistas que asesinaron a más de 30 mil argentinos, hicieron desaparecer sus cadáveres, se robaron a los hijos de éstos e impusieron el terror, la crueldad extrema y la violencia a todo el país.
El fallecimiento del octogenario líder militar representa un contrapunto a la impunidad con que otros dictadores de la región concluyeron sus días. El caso paradigmático es el del chileno Augusto Pinochet, quien, pese a haberse colocado en la antesala de los tribunales en varias ocasiones, murió sin ver concluidos los procesos judiciales en su contra por homicidio, desapariciones forzadas, tortura y enriquecimiento inexplicable.
Además, resulta significativo que la muerte de Videla ocurra con pocos días de diferencia del fallo judicial en contra de otros de los representantes emblemáticos de las satrapías que ensangrentaron el subcontinente en los años 70 y 80 del siglo pasado: el guatemalteco Efraín Ríos Montt, quien a sus 86 años fue condenado a 80 de prisión por genocidio.
El hecho de que los dos tiranos hayan sido juzgados y sentenciados a edades avanzadas es un indicador adicional de la dificultad que enfrentan las sociedades latinoamericanas para esclarecer y castigar los crímenes cometidos durante las dictaduras militares: en efecto, las estructuras de impunidad con que los gorilas latinoamericanos cubrieron sus espaldas tras el restablecimiento de las democracias formales en sus respectivos países, en conjunto con el envejecimiento y el deterioro natural de la salud de los dictadores, hace que las acusaciones, las pesquisas y los procesos judiciales en su contra terminen por volverse carreras contra el tiempo entre la justicia y la impunidad.
Es esperanzador que, al menos en dos casos –Videla y Ríos Montt–, la balanza se haya inclinado hacia la primera de esas caras, no sólo porque siempre será preferible que la justicia llegue tarde a que no llegue nunca, sino porque ello da cuenta de un avance civilizatorio, así sea parcial, en las instituciones regionales y de un paso indispensable para la construcción de una convivencia civilizada y una reconciliación social en sus respectivas naciones.
Por último, es necesario que lo que se inició con las sentencias contra Videla y Ríos Montt aliente los esfuerzos de las poblaciones por hacer justicia, presionar a sus gobiernos e instituciones para que actúen en ese sentido y subsanar, de esa forma, las heridas de las décadas sangrientas que padeció la región. Si tal perspectiva llega a realizarse, los meses que corren serán recordados como un punto de quiebre en los afanes sociales por hacer justicia, impedir la disolución de la memoria histórica y derrotar a la barbarie.