oão Canijo, realizador portugués poco conocido en México, ex asistente de Wim Wenders, Alain Tanner y Manoel de Oliveira, tiene actualmente en la Cineteca Nacional una retrospectiva de sus películas más representativas, entre ellas Sangre de mi sangre (Sangue do meu sangue, 2011), obra clave, estilísticamente rigurosa, muy controlada en su construcción narrativa, desbordante en su arriesgada apuesta por el melodrama. La tentación no es nueva. Algunas de sus películas anteriores, thrillers o dramas familiares ambientados en algún barrio popular de Lisboa, recurrían sin el menor reparo a referentes de la tragedia griega, particularmente a Eurípides y Esquilo, con una predilección por la Orestiada, de la que el director lusitano ofrece una versión moderna en Noche oscura (2003) y Malnacida (2007).
Apenas sorprende entonces que el tema que recorre la obra de João Canijo sea el de la fatalidad. Y también las nociones de sacrificio y amor incondicional que los personajes viven en sus relaciones familiares, desafiando el determinismo social o un destino trágico y transgrediendo tabúes tan tenaces como la pasión incestuosa. Atiéndase por ejemplo a la trama de Sangre de mi sangre. En una barriada de Lisboa, en la época actual, una mujer de 40 años, Marcia (vigorosa Rita Blanco, actriz predilecta del realizador), vive con sus dos hijos, Joca (Rafael Morais), un joven delincuente de poca monta, cuya vida está en peligro por un desventurado tráfico de drogas, y Claudia (Cleia Almeida), la estudiante de enfermería que se enamora de un médico profesor, hombre casado, algo mayor que ella. Al lado de la madre y los dos hijos vive Ivette, hermana de Marcia y amantísima tía del pequeño traficante Joca. A partir de este esquema familiar, que el director plantea firmemente durante la primera parte de la cinta, dos tramas se entrecruzan hábilmente.
Los dos jóvenes padecen paralelamente peligros y amenazas externas que las dos mujeres maduras intentarán conjurar por todos los medios. En ambos casos se plantean también fuertes dilemas morales y decisiones penosas que habrán de decidir la suerte final de los jóvenes y pondrán a prueba esos imperativos que en el cine melodramático de Canijo son el sacrificio ritual y el amor sin condiciones.
El realizador admite dos influencias decisivas, la del cine de John Cassavetes con su exploración realista e inclemente de las relaciones amorosas, y el de Wong Kar-wai, con su estilizado registro de los espacios interiores y las sórdidas atmósferas en que se mueven los personajes. Hay en efecto en la cinta del portugués una tentación por mostrar sin reservas la decadencia moral y un clima de sordidez, y también por recurrir al lenguaje de la telenovela. Por fortuna, de una escena a otra se conjuran los excesos posibles, se controlan los recursos estilísticos, se afinan la mirada y el oído, y el director sale victorioso en su captura de un drama familiar convincente y finalmente emotivo.
Hay en esa captura el cruce de dos diálogos en una misma escena y en planos distintos o en pantalla dividida, sin menoscabo del interés del espectador. Diríase una escena familiar registrada al vuelo. De igual modo, los sonidos ambientales (vociferaciones de los vecinos, ruidos de la calle), acompañan con naturalidad a las voces centrales, restituyendo el realismo y la inmediatez de la experiencia cotidiana. El hogar matriarcal se vuelve así el escenario teatral que reúne los elementos de una posible tragedia, y también el microcosmos de una barriada que sin mostrarse del todo se insinúa en las conversaciones, disputas y arrebatos temperamentales de los protagonistas.
Si João Canijo pensó aquí en una tragedia griega, no del modo tan directo como revive el drama de Electra en Malnacida (película estupenda), aunque sí con ímpetu semejante, el barrio lisboeta es a su manera el coro distante e infranquea-ble que contiene las revelaciones ominosas.
Lo más sobresaliente sin embargo en Sangre de mi sangre es el trabajo de dirección de actores. Un sólido equipo do- minado por una Rita Blanco camaleónica en sus registros dramáticos, ensaya, improvisa, modifica y afina cada escena durante dos largos años. Los actores son los coguionistas cómplices de un realizador que con sobriedad transita de los ámbitos domésticos a las escenas callejeras, de los ajustes de cuentas pendencieros a una espiral de degradación familiar, y del cine y sus recursos estilísticos más variados a un clima teatral que participa de los rituales antiguos. Esta faena queda plasmada en el documental Trabajo de actor, trabajo de actriz que ofrece como complemento João Canijo para esta cinta emblemática y redonda.
Se trata de la lección de un tipo de colaboración profesional que en un mismo impulso ennoblece y democratiza al quehacer cinematográfico.
Se exhibe hoy en la Sala 10 de la Cineteca Nacional a las 20 horas.
Twitter: @CarlosBonfil1