a Presidencia de la República y los tres principales partidos políticos del país presentaron ayer una iniciativa de reforma en materia financiera que tiene como fin principal ampliar y abaratar la oferta de crédito en el país –según expresó el presidente Enrique Peña Nieto– y que se basa en cuatro ejes: fomentar el crédito por medio de la banca de desarrollo, incrementar la competencia en el sector financiero, estimular el otorgamiento de préstamos por parte de los bancos privados y garantizar la solidez del sistema financiero en su conjunto.
A reserva de lo que ocurra en las instancias legislativas –donde la iniciativa deberá ser discutida y, en su caso, aprobada–, la propuesta reconoce implícitamente la falta de acceso de la ciudadanía a servicios bancarios y financieros confiables y accesibles, y la necesidad de que las instituciones financieras –reconocidas en el país por una insuficiente oferta de crédito, que contrasta con el cobro de tasas de interés leoninas y de comisiones exorbitantes por el uso de sus productos y servicios– realicen el aporte que les corresponde en rubros como las inversiones productivas y los créditos inmobiliarios, de conformidad con las necesidades del país.
No obstante, en el contexto nacional presente la aprobación de medidas como las comentadas –particularmente la ampliación de la oferta de crédito por parte de los bancos privados– conlleva riesgos evidentes, empezando por la posibilidad de promover un endeudamiento poco sostenible y a la postre peligroso por la población de menores recursos, e incluso por la clase media y los pequeños empresarios. En efecto, en las circunstancias actuales de desempleo, inestabilidad laboral y empresarial y carestía generalizada; con el telón de fondo de una política económica que se traduce en nulas perspectivas de incremento al poder adquisitivo de los salarios y en alzas generalizadas en impuestos, tarifas, productos de primera necesidad y servicios –lo que merma las actividades productivas y la creación de puestos de trabajo–, se corre el riesgo de que el otorgamiento de préstamos bancarios alegres
entre la población derive en un incremento de los niveles de endeudamiento y de morosidad y, por ende, se multiplique el riesgo de inestabilidad y debacle del sistema financiero. Es de suponer que los costos de un escenario semejante serían transferidos a los propios usuarios de créditos y a la población en general, como ha ocurrido en el pasado reciente mediante intervenciones gubernamentales impresentables como el Fobaproa.
Por lo demás, la pretensión de hacer valer
la rectoría del Estado sobre la banca –enunciada ayer mismo por el titular de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray– contrasta con un poder público que, como resultado de la desregulación fundamentalista y la promoción a ultranza del libre mercado, impulsadas por los gobiernos neoliberales, ha renunciado a casi todos sus mecanismos de regulación sobre las instituciones financieras, y carece, en consecuencia, de capacidad para presionar a la baja el costo del crédito, como no sea mediante la aplicación de estímulos fiscales o el empleo directo de recursos públicos; es decir, con reducciones en las percepciones del Estado o con inyecciones de dinero público.
Es razonable, por último, que la reforma financiera haya sido recibida con beneplácito por las instituciones bancarias y los grandes capitales del país, en la medida en que serán éstos los grandes beneficiarios de una eventual multiplicación del endeudamiento de la población. Para que tal beneficio logre dispersarse hacia los estratos más bajos de la pirámide social, es necesario crear las condiciones económicas para que las personas físicas y morales puedan hacer uso de los servicios financieros sin el peligro de colocarse, por ello, en una circunstancia de bancarrota, desahucio y confiscación. Para ello se requiere un reordenamiento de la política económica a fin de impulsar la generación de empleos, robustecer en forma sostenida a las pequeñas y medianas empresas y al sector social de la economía, y fortalecer el poder adquisitivo de los salarios y de los ingresos de los sectores mayoritarios de la población.