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Monsiváis y todo el peso de la luz
U

no de los actos religiosos que Carlos Monsiváis practicó hasta sus últimos años fue recorrer la Lagunilla con cierta frecuencia y con mayor intensidad la Plaza del Ángel de la Zona Rosa. Allí nos veíamos con un grupo de amigos cada sábado, más para participar de las tertulias que para comprar algo.

Libros, grabados, litografías y material fotográfico fueron, más que la razón, el imán que lo arrastraba. Cuando llegaba una pieza a sus manos –y una pieza era Una Pieza–, resultaba notorio pues literalmente se desprendía de la conversación y empezaba a revisarla con minucia de coleccionista hasta que de pronto murmuraba entre dientes: ¿Cuánto?

Después de las compras Carlos necesitaba una capilla para hacer pública la devoción por sus hallazgos en compañía de sus amigos. Podía ser el salón de té Auseba –lo fue por muchos años hasta que terminó convertido en zapatería–, el famosísimo Bellinghausen donde comía con Julio Scherer, alguno de los varios Vips o Sanborns que por allí abundan o El Péndulo, donde nos terminamos estableciendo.

En alguno de esos lugares nos mostraba la pesca del día: un grabado de Posada de su primera época, un ejemplar de La orquesta o El Ahuizote, una fotografía  vintage e incluso el quinto ejemplar de La divina comedia que había adquirido porque ese prólogo no lo tengo.

Carlos era nuestro google y nuestro disco duro; nuestra biblioteca del Congreso. Un nombre, una fecha, un acontecimiento lo procesaba vertiginosamente y nos ofrecía los datos más increíbles del asunto en cuestión. Y por supuesto la abundancia de datos y razonamientos podía modificar con facilidad nuestros puntos de vista como también lo hacía a la manera de la esfinge lanzándonos preguntas.

Uno de esos sábados, mientras platicábamos con Carlos y mirábamos sus fotografías en el Auseba, llegaron dos jóvenes diplomáticos. Uno resultó ser agregado cultural de la hoy extinta Checoeslovaquia.

Después de abordar los lugares comunes de la literatura checa, el funcionario de aquel país empezó a mencionar autores menos conocidos hasta llegar al punto en el que el único que los conocía era Monsiváis.

Quizá para llamar la atención, el diplomático empezó a hablar de cine checo y Carlos –ya lo adivinaron–, fue el único que pudo seguirle la plática y demostrarle, por cierto, que sabía más de cine checo que el funcionario en cuestión.

Herido en su orgullo el diplomático dio un salto mortal: pasó del cine a la fotografía de su país.

Recuerdo entre penumbras que empezó hablando del único fotógrafo checo que yo conocía: Václav Chochola, al que debemos algunos de los mejores retratos de Salvador Dalí y después pronunció un nombre que me pareció todo un conjuro: Frantisek Drtikol que Monsiváis ubicó perfectamente y le sirvió incluso para hablar de otro fotógrafo que el attaché sólo conocía de nombre. El hombre se derrumbó…

Ese día confirmé que a Monsiváis le apasionaba la fotografía, el cine, la literatura. Que era un grafógrafo, un grafómano, un grafófago y que la cultura de la imagen lo cautivaba. Las 11 mil fotografías de la colección de El Estanquillo lo confirman.

La relación de Monsiváis con la fotografía la inició de muy joven. No me extraña: los cronistas y los fotógrafos del tipo que se quiera, nos ofrecen con sus instantáneas un punto de vista. Unos y otros nos cuentan el cuento de la verdad, dan fe de lo vivido. Y al decir esto último no pienso solamente en Casasola o en los hermanos Mayo sino en fotógrafos como Joel Peter Witkin o Graciela Iturbide.

Hago un paréntesis al hablar de los puntos de vista: recuerdo que hace años en una de las últimas presentaciones de Jaime Sabines, mientras Pedro Valtierra fotografiaba de frente al poeta, Rogelio Cuéllar tomaba sus instantáneas desde la espalda del escritor. Un mismo acto y dos puntos de vista opuestos y estupendos como pudimos mirar en los periódicos del día siguiente.

Foto
Carlos Monsiváis (1938-2010), en junio de 2006Foto José Carlo González

Y si añadimos al hecho de considerar a la crónica y a la fotografía como un punto de vista las lecturas multidisciplinarias que Monsiváis nos ofrecía en sus textos, la relación entre el cronista y la fotografía se comprende mejor. En la mirada del fotógrafo confluyen todos los estímulos: los poemas, las películas, la moda, la ciencia. Los fotógrafos al detener un momento de muchos temas terminan por hacernos mirar las cosas como no lo habíamos hecho. Mejor aún: pienso que fotógrafos y cronistas como Monsiváis, Salvador Novo o José Emilio Pacheco que no se han valido del género para tener presencia y visibilidad sino para explotar sus posibilidades literarias nos han enseñado a mirar las cosas de otra manera.

Y cómo no habría de ser así si Monsiváis para persuadir a sus lectores de sus asombros, para acercarnos a una fotografía de Lola Álvarez Bravo o de los hermanos Mayo, entrevera versos de Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, William Blake, Ramón López Velarde, diálogos de películas (The go between: el pasado es otro país), de citas eruditas de historia o de reflexiones sobre la importancia de lo que vemos como aquella foto en la que aparecen los enemigos políticos Lázaro Cárdenas, Plutarco Elías Calles y Abelardo Rodríguez en nombre de la unidad del país?

Maravillas que son, sombras que fueron reúne 26 textos que Monsiváis dedicó a la fotografía. Me parece que no son todos (ya nos lo dirán los investigadores) pero sí, creo, algunos de los más significativos. El más antiguo lo publicó inicialmente en 1977 sobre Casasola y el último fue el que dedicó al trabajo de Francisco Mata Rosas en el Metro.

Para Monsiváis como para Susan Sontag no es posible recuperar el pasado sin conciencia política y quien lo interpreta de manera pública –como ocurre con fotógrafos y cronistas– de alguna forma la posee.

Este libro que es muchos libros, con imágenes que engendran otras más, es un surtidor de ejemplos para que escojan los lectores lo que más les guste: de los retratos de las estrellas de Armando Herrera que van de María Victoria y Tongolele a Dámaso Pérez Prado, o de los cuerpos desnudos rescatados por Ava Vargas a las empoderadas mujeres de Xoyet en Chenalhó que sin armas enfrentan al Ejército.

También está ese devocionario laico rescatado con imágenes estupendas elaborado por Rogelio Cuéllar desde hace muchos años y que ha fijado las imágenes de poetas y pintores que ya forman parte de nuestro imaginario cultural: Borges, Paz, Toledo y el propio Monsiváis.

Si somos estrictos con las características planteadas por Carlos Monsiváis para identificar a los ídolos y héroes culturales como lo hizo con Amado Nervo y Pedro Infante, tendríamos que incluirlo en ese santoral laico que existe en la memoria colectiva.

Monsiváis fue, si hacemos caso a las multitudes que lo despidieron y a los no pocos lectores que lo siguen leyendo, un cazador de instantáneas en las que no pocos se continúan identificando. Si trajo lo marginal al centro como hizo con la fotografía y el cine y si nos demostró que la periferia del poder es el cogote del país, Maravillas que son, sombras que fueron da cuenta plenamente de ello.

Dice Monsiváis que no sólo una imagen dice más que mil palabras sino que incluso puede representar mil imágenes. La forma es fondo, extremo de la mirada. Sus crónicas recogidas en este volumen son 26 imágenes fijadas con palabras para hablarnos de otras imágenes. De las que nos han hecho ver los grandes días o la vida menuda –las instantáneas de lo que pasa–, de otra manera; imágenes que nos han enseñado a ver con todo el peso de la luz.