odos sabemos que la democracia representativa es una forma política insuficiente en América Latina. ¿Por qué? Dicho mal y pronto, porque en nuestro continente la economía capitalista ha sido, usualmente, insuficientemente dinámica para absorber plenamente a la población. Por eso, ha habido siempre multitudes dedicadas a labores poco o mal articuladas al Estado –campesinos, economía informal– y que viven el Estado como una institución dedicada a la extorsión o a la represión, y no como un mecanismo mantenido por sus impuestos y que, a cambio, los representa. Esa situación, a la que hoy usualmente se llama exclusión
, lleva a que la democracia representativa represente mejor a unos sectores –digamos que a los de la economía formal– que a otros. De hecho, la autoadscripción en la clase media
pasa por el sentimiento de que el Estado te representa o, al menos, que te debe representar, y que tienes derecho a exigirle representación.
Debido a esta situación de exclusión
(que es, en realidad, más bien una situación de exceso ante los mecanismos de inclusión del capitalismo), las democracias latinoamericanas, para funcionar, tienen que combinar los mecanismos de la democracia representativa con un suplemento –que se expresa en la negociación continua y perpetua con lo que podríamos, para abreviar, llamar la calle
. Es decir, que los gobiernos exitosos encuentran la manera de negociar con sectores que ocupan las calles u otros espacios públicos, buscando, idealmente, desarrollar mecanismos de inclusión y de justicia para esas multitudes: nuevas formas de empleo, nuevas estrategias de redistribución, nuevas políticas de inclusión a través de sistemas de educación y de salud, etcétera.
Es justamente por esta tensión que se vive en el corazón mismo de las democracias latinoamericanas, que resulta tan importante desarrollar estrategias eficaces de inclusión: hambre cero, extensión de educación de calidad, sistemas de salud universal, y salidas de expresión social y política. De todo ello depende que las democracias latinoamericanas sean en realidad democracias, y que florezcan como tienen que florecer, dada la complejidad que tienen nuestras sociedades en el siglo XXI (que ya no se pueden manejar como Gonzalo N. Santos manejaba sus ranchos), y dado el liderazgo a las que está destinada América Latina en el futuro inmediato.
Ahora bien, el hecho de que las sociedades latinoamericanas requieran de un suplemento activo, robusto, y decidido a los mecanismos institucionales de la democracia representativa no significa, de ninguna manera, que los mecanismos de la democracia representativa dejen de ser fundamentales. El gobierno en manos de lo que he llamado acá la calle
es, por fuerza, un gobierno autoritario, que pone y dispone, mientras negocia febrilmente con multitudes cuyas demandas, siempre cambiantes, aprende a calibrar y a incorporar en la imagen inflada del líder: es la imagen propia del caudillo que está destinado a colapsar y a vivir eternamente como un mito. La hipertrofia de la imagen del caudillo se corresponde con lo endeble de los mecanismos de representación democrática. Por eso el caudillo invierte siempre en ejército y en policía secreta –sabe que tiene que mandar reprimiendo. Lo mismo que invierte en la redistribución, invierte en represión. La fórmula de Porfirio Díaz – pan y palo– o, mejor, tal vez un poco romanizada, pan, circo y palo, es la fórmula de todo cesarismo latinoamericano.
La inestabilidad estructural de los regímenes que han optado por hacer de lado a la democracia representativa en nuestro continente mana de un problema que se resume en una frase: pobreza del imaginario económico. Los movimientos que se basan en la representación directa de la calle
en el cuerpo del caudillo, y en el Estado que él comanda, tienen por imaginario económico las necesidades más apremiantes de la calle
–e imaginan el Estado como proveedor o garante de esas necesidades. Su imaginario está, literalmente, gobernado por la pobreza. La república se convierte, entonces, en cornucopia o botín, de cuya distribución se supone que va a vivir tanto el pueblo como el Estado.
Se trata, en otras palabras, de regímenes cuya creatividad política –que es mucha– especialmente a escala de formas teatrales de representar la justicia del Estado (formas que supuestamente vendrían a suplir a las de la democracia representativa)– va de la mano de la pobreza de su imaginario económico. Y todo eso lleva, a fin de cuentas, a un sistema rentista, que concede espacios para la explotación capitalista de tal o cual recurso, a cambio de impuestos que el Estado redistribuye a su manera (y con el fin urgente, desde luego, de mantener al propio Estado, que pasa bien pronto de ser un medio para la justicia social a ser un fin en sí mismo).
Debido a este terrible riesgo, la crítica de la democracia representativa –que es, como dije, indispensable– debe ir siempre de la mano de la crítica de lo que podríamos llamar la democracia de la calle
, de su caudillismo, de su mezcla característica de negociación y represión, y de su pobreza de imaginario y de alternativas económicas.
Hoy, los países de América Latina deben refrendar decididamente su compromiso con la democracia representativa (incluidos los derechos humanos), al tiempo que deben dar prioridad, de manera contante y sonante, a la creación de instituciones –costosas y bien diseñadas– abocadas a una política decidida de inclusión: la construcción de un piso básico de bienestar común. Brasil ya prácticamente lo ha conseguido.