or mayoría de 36 votos en contra y 19 abstenciones, el parlamento de Chipre rechazó ayer el plan de austeridad que la llamada troika –integrada por la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional– pretendía imponer en ese país mediterráneo a cambio de otorgar asistencia financiera a su gobierno, e incluía medidas tan insólitas como la aplicación de un impuesto hasta de 10 por ciento a los depósitos bancarios, lo que habría equivalido, para todos los efectos prácticos, a una confiscación del patrimonio de miles de ahorradores mediante el bloqueo de los montos correspondientes en los bancos, el congelamiento de transferencias bancarias y la aplicación de topes a los retiros de efectivo.
En la lógica de la troika, la medida resulta necesaria para reducir el costo del programa de rescate que se planea entregar al gobierno de Nicosia: unos 10 mil millones de euros. No obstante, resulta inevitable percibir en el referido plan la misma tendencia de esos poderes financieros a castigar a los estamentos más débiles, que son precisamente los que no tienen responsabilidad alguna por la actual crisis europea: jubilados, desempleados, pequeños ahorradores y microempresarios. La inflexibilidad y la dureza mostradas por las instancias europeas ante la población de los países en problemas constituye un reflejo nítido de la indiferencia ante el drama social que se vive en diversas naciones del viejo continente –Grecia y España, en forma notoria– y del designio neoliberal de rescatar a toda costa los capitales privados, incluso si los administradores de éstos tienen una responsabilidad inocultable en la génesis de la crisis que azota al conglomerado de naciones.
Tanto más preocupante es que esa indolencia y encarnizamiento social terminan por derivar, tarde o temprano, en escenarios de descontento popular, de parálisis gubernamental e institucional y de ingobernabilidad política. Otro ejemplo claro de lo anterior ocurrió durante las elecciones de mayo pasado en Grecia, que derivaron en una atomización sin precedentes de los sufragios y en la consecuente imposibilidad de constituir coaliciones parlamentarias estables. Entonces, como ocurre ahora en Chipre, el factor explicativo de la crisis política griega fue el empeño de Bruselas por imponer en esa nación nuevas medidas de choque para atenuar su crisis de deuda soberana.
Hasta ahora, sin embargo, lejos de comprender los efectos de sus directrices en las naciones en problemas –la conversión de los quebrantos económicos en crisis políticas y sociales–, los centros del poder en el viejo continente siguen apretando la soga alrededor del cuello de los ciudadanos.
La lección que la Unión Europea debiera obtener de tales escenarios es que, de persistir en su empeño de sacrificar a las mayorías y salvar a las minorías, podría propiciar una desarticulación institucional de gran calado en países como Chipre, Grecia, España, Italia y Portugal y, por extensión, en el conglomerado continental. La paciencia de las sociedades tiene un límite, sobre todo cuando los poderes financieros se empeñan, como ocurre ahora en Chipre, en presentar, como soluciones para las crisis económicas y financieras, acciones de saqueo y desestabilización de las economías nacionales.