El difunto
ás allá de filias y de fobias, casi siempre la muerte es una mala cosa. Son contadísimos los fallecimientos que generan un consenso de satisfacción, incluida la del protagonista, porque uno de los mecanismos para contrarrestar la fugacidad de la vida consiste en imaginar inmutable la constelación de personas a las que uno está acostumbrado a tener en su panorama cotidiano, sea porque les ve la nariz en mitad de la cara todas las mañanas, sea porque, sin conocerlas, se entera de sus actos en el noticiero. Y cuando se de-sacompleta la colección de rostros y de nombres con los que uno mira al mundo, se desvanece la ilusión de entendimiento y orden y todo se vuelve incierto.
La incertidumbre se multiplica y se ahonda cuando el muerto es un dirigente de esos que alebrestan al mundo, como Hugo Chávez, y cuando, como en su caso, el fallecimiento es causa de luto para buena parte –la mayoría absoluta, a juzgar por los números de la democracia– de los venezolanos, para más de medio continente y para pueblos remotos, como el palestino, hacia los cuales el mandatario difunto mantuvo siempre una activa solidaridad. Una desventaja adicional de que muera un individuo polémico como él es que todo, lo bueno, lo malo y lo pésimo, parece estar ya dicho y no queda un resquicio en el que uno pueda colar su propio azoro.
Es cierto que, a diferencia de lo que sucede cuando muere un dictador genuino –Franco, pongamos por caso–, no se ha visto a nadie festejando ni descorchando botellas de champaña. Los gobernantes más claramente opuestos al ex militar venezolano han debido externar sus condolencias. En los medios los detractores del venezolano deslizan, en medio de largos circunloquios en los cuales se acaba por aceptar la talla histórica del personaje, las harto conocidas (des)calificaciones en su contra: caudillo, populista, demagogo, opaco, dictatorial, benefactor del régimen cubano, narcisista, fanfarrón, ambicioso, pendenciero, omiso ante la corrupción y la violencia, militarista, manipulador, mujeriego, desafinado, zafio, enemigo de la libertad de expresión, gordo, maquiavélico y demás apreciaciones ciertas o falsas, relevantes o no tanto. En el futuro inmediato, por lo demás, los malquerientes de Chávez ven un nido de conspiraciones sucesorias en Miraflores y el desmoronamiento inevitable del proceso de transformaciones nacionales y regionales llamado revolución bolivariana.
En el otro bando la consternación va de la mesura y la ponderación de la obra chavista, o de los análisis sobre la solidez de la institucionalidad de la Venezuela contemporánea, a la crisis de nervios por algo que no es el fin del mundo, pero que se le parece mucho: una vez muerto el héroe de Barinas, el poder imperial de Washington barrerá con los gobiernos independientes surgidos en Sudamérica en años recientes, se perderán las conquistas del pueblo venezolano y volverán los tiempos oscuros sobre América Latina. Es difícil imaginar un anti homenaje tan demoledor –así sea involuntario– como ese.
Pero no es tan sencillo. La muerte –que casi siempre es una mala cosa– ha colocado una separación tajante entre Chávez y su obra. Fallecido el primero, la segunda debe demostrar su viabilidad y su capacidad para sobrevivir a un dirigente que, sí, tenía claros tintes de caudillo y que por eso mismo pudo haber minado los cimientos de las transformaciones que encabezó y que trascienden con mucho las fronteras venezolanas y hasta las latinoamericanas: el hombre fue un transgresor de las devastadoras reglas mundiales impuestas tras el colapso del bloque soviético; no el único y tampoco, necesariamente, el más exitoso, aunque sí, sin duda, el más vistoso.
Guste o no, Chávez no sólo inventó, sino que también expresó y representó fuerzas políticas y deseos sociales de los venezolanos y, en buena medida, de los latinoamericanos, y esas fuerzas y esos deseos siguen vivos después del 5 de marzo. De la misma manera siguen vivos Dilma Rousseff, Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Fernández de Kirchner y José Mujica, entre otros mandatarios que encabezan proyectos gubernamentales de transformación económica y social y que participan en los esfuerzos integracionistas en los que destacó el difunto Chávez.
Da la impresión, cuando se leen los panegíricos o los denuestos de la hora presente, que tiende a perderse, en un mar de consideraciones políticas, especulaciones futuristas, análisis de personalidad y recuentos de logros y fracasos, el punto inicial y medular de lo hecho por el difunto: tras un rosario de dictaduras militares y de gobiernos formalmente democráticos, pero puestos al servicio de las oligarquías locales y de los intereses transnacionales (de los que Menem, Salinas y Fujimori son ejemplos destacados), Chávez fue el primer estadista latinoamericano que decidió poner a la población y al país en el primer orden de las prioridades del Estado. Después, con estilos muy distintos, vendrían Lula, Kirchner, Evo y Correa, por nombrar sólo a los principales.
Con excepciones lamentables, como México, Colombia y Chile, esas prioridades de gobierno parecen, hoy, lógicas e ineludibles en el subcontinente, pero en los años noventa del siglo pasado las cosas eran muy diferentes. La privatización de todo lo imaginable era la tónica dominante, impuesta por los organismos financieros internacionales y por Wa-shington, y la mayor parte de los políticos competían entre sí en su determinación de desmantelamiento del Estado y en su capacidad de inventiva para transferir la propiedad social a manos privadas. En ese contexto el venezolano desentonó de inmediato y fue visto por las derechas continentales como un aventurero peligroso.
Del lado de las izquierdas, Chávez generó desconfianza por sus antecedentes golpistas. Tras el ciclo continental de gorilatos, hace 20 años los regímenes democráticos, así fueran meras fachadas, resultaban logros sociales que había que preservar y cuidar; gobernar sin el beneplácito de los capitales transnacionales parecía una quimera, y las experiencias de regímenes militares progresistas, como los de Juan Velasco Alvarado (Perú) y Omar Torrijos (Panamá), o los 14 días de la república socialista de Chile, decretada mediante cuartelazo en 1932, habían fracasado. Además, Chávez era medio negro, tenía habla popular y era el tipo más antidiplomático del mundo.
Si por él hubiera sido habría gobernado tres décadas, pero se le cruzó la muerte y duró sólo 14 años en el poder. Hoy sus detractores sacan a relucir el dato como no lo han hecho nunca con Felipe González, quien anduvo de jefe de gobierno durante 13 y medio y es considerado demócrata por los medios occidentales que hoy exhiben su propia mezquindad y su estrechez de miras.
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