ientras el proceso electoral no concluya, es ilógico pedirle a López Obrador que se desista del derecho que le corresponde a impugnar las cifras dadas a conocer. Es una petición de principio que no se sostiene ni en la ley ni en la experiencia electoral. Se olvida que aún no estamos ante datos oficiales, legales: las encuestas de salida o los conteos rápidos no sustituyen a los lentos y tortuosos procedimientos aprobados para definir ganadores o vencidos. Para bien o para mal, México no es, electoralmente, Francia o Chile. La desconfianza no se inventó ayer. Ya el propio IFE adelantó que se abrirían cerca de 50 mil paquetes que están en alguna de las causales previstas por la ley, pero la suma total no la sabremos hasta que concluya el recuento distrital. Es probable que al final las grandes cifras se mantengan aunque pueda registrarse alguna variación, digamos, en la asignación de diputados. Con todo, el recuento servirá para dar certidumbre y transparencia al voto pero también para valorar el peso que aún tienen un conjunto de prácticas políticas negativas que contrastan con la madurez de la ciudadanía que va a las urnas (63.14 por ciento) y elige con responsabilidad en un marco de mayor vigilancia de los partidos y observadores.
En mi opinión, el hecho político a destacar es la caída de Peña Nieto desde el balcón privilegiado en el que había sido puesto por una coalición de poderosos e influyentes intereses: el sueño de romper la inercia de los gobiernos divididos con la mayoría absoluta del PRI en el Congreso (machaconamente reiterada por las encuestas) se ha desmoronado. México no quiere soluciones de un solo hombre
al estilo del viejo presidencialismo autoritario y sí, como lo probó en los comicios, reclama un régimen político plenamente plural y representativo. Por lo demás, la derrota de Felipe Calderón y Josefina Vázquez Mota demuestra la vacuidad de la victoria cultural panista, de la que tanto se vanagloriaba Carlos Castillo Peraza. El antipriísmo histórico de la derecha que soñaba con el bipartismo no fue capaz en 12 años de poner en juego un programa diferente, se consumió en el regodeo de sus propias miserias ideológicas, la improvisación, el seguidismo del catecismo global y la incapacidad de construir un principio de solución para el tema de la violencia.
López Obrador remontó condiciones muy adversas, divisionismo y errores, pero al final probó que no estaba equivocado en cuanto a la disyuntiva planteada por la coyuntura. Ganó más votos que en 2006 y en términos programáticos puso en blanco y negro las dos grandes visiones del país que están en juego. Avanzó la izquierda. No hay razón para el desencanto y sí mucho que cuidar para los tiempos que vienen. Las fuerzas que AMLO capitaneó en los comicios tienen ante sí el desafío de impulsar la transformación del régimen político, asumir la agenda de reforma social y una nueva cultura sustentada en la participación democrática. Lo que se juega es decisivo para el futuro del país. Ante la anunciada coincidencia en las reformas estructurales
por parte de Peña Nieto y sus probables aliados del PAN (con Fox y Calderón a la cabeza) es urgente, necesario y posible desplegar propuestas alternativas para romper con el estancamiento, impulsar el crecimiento, en la perspectiva de ganarse a la mayoría dentro y fuera del Congreso, más allá de los simpatizantes de la causa progresista. Fuera de las izquierdas no hay otra corriente capaz de recuperar la iniciativa a favor de un proyecto nacional democrático y popular. Esa es hoy su gran responsabilidad, la única medida para saber si está a la altura de los tiempos
. En mi opinión, la izquierda, que no es un bloque homogéneo, debe asumir sin temor la diversidad de sus propias fuerzas, admitiendo el contenido objetivo de sus diferencias para actuar racionalmente en un frente común efectivo. Su eficacia no está en el amontonamiento de siglas, sino en su capacidad de ir al fondo de los problemas, elevando el nivel de sus acciones, resolviendo el divorcio entre la ciudadanía y la clase política
mediante la participación (y fiscalización) cotidiana de la gente en todos los asuntos que le incumben.
Volviendo a los comicios, hay cuestiones de fondo que seguramente no serán resueltas con impugnaciones puntuales ante la autoridad electoral, pero debe ser ventiladas con rigor y profundidad. La primera se refiere a la fabricación mediática (sostenida en el tiempo y en detrimento de terceros) de una candidatura presidencial. El asunto adquirió presencia nacional con la irrupción del movimiento estudiantil que vino a subrayar uno de los lados oscuros de la democracia mexicana: la conversión de un poder privado en una fuerza que actúa deliberadamente para intervenir en los asuntos del Estado. La trascendencia del movimiento #YoSoy132 y de sus repercusiones en la reanimación de la campaña de Andrés Manuel está, justamente, en haber ubicado en la agenda el tema de la democratización de los medios
como un asunto inseparable de la reforma del Estado. Medios y encuestas, dos pilares instrumentales de la democracia moderna resultaron severamente cuestionados, de modo que su papel tendrá que ser revisado de inmediato.
Un segundo problema que nos dejan los comicios es la persistencia de prácticas incompatibles con la participación democrática. Éstas competen activamente a los sujetos, partidos y candidatos, pero también al modo de ser y actuar de las instituciones electorales. Van desde el rebase de los topes de campaña con recursos de origen desconocido, hasta las tradicionales trampas recogidas por el folclor electoral. No hay razones para la autocomplacencia, por mucho que se pueda presumir la organización de todo el proceso. Primero porque la aplicación de recursos ilícitos no han desaparecido a pesar de la mayor vigilancia institucional y ciudadana. La compra y coacción del voto es una práctica vigente que se recrudece en las regiones de pobreza. Colgarse a la bolsa de los recursos públicos para inclinar la balanza a favor de un candidato no sólo es un delito sino la primera perversión de la democracia, pues las prácticas clientelares y la coacción no son inocuas, sí influyen en los resultados, pero sobre todo desmoralizan o fomentan el cinismo colectivo. A los jóvenes que han sido testigos de estas prácticas no se le convence con un resumen estadístico de las incidencias registradas. Urge un cambio que permita eliminar en los hechos lo que ya es una práctica incompatible con la moral de la mayoría ciudadana. La pregunta que está en el aire es si la autoridad va a dejar sin aclarar los excesos, el despilfarro que todos presenciamos, subestimando las denuncias presentadas por observadores irritados pero impotentes para aportar las pruebas
que burocráticamente se le exigen. La salud de la República requiere de transparencia, pero también sensibilidad de las autoridades electorales. Y castigos ejemplares.