na nociva mezcla de problemas, abusos y trampas, subyacente en el proceso electivo, descompone el triunfalismo oficial que apuntala la versión de una gran victoria cívica. La cucharada de recursos desparramados, en cantidades casi ilimitadas, coloreó el viejo tendajón de los priístas. Paletadas de apoyos institucionales, de esas que pervierten al más plantado, se destinaron fallidamente, tratando de salvaguardar la vida democrática. Gruesas carteras públicas se abrieron en las regiones (gobernadores) y, carentes de los debidos controles, bañaron a los angustiados ciudadanos, condicionando voluntades y dando lugar a mañosas simpatías. Se juzgó que las cantidades invertidas a trasmano en las campañas también serían suficientes para retener privilegios o comprar salvoconductos, indispensables instrumentos para los muchos temerosos de la justicia. El triunfo –se piensa de manera reiterada y con rampante cinismo– lo justifica todo. El aderezo corrió a cargo de una tamizada ola informativa desgranada desde privilegiadas tribunas, y por selectos rostros y voces, para condimentar la verdad oficial. Algo de esto o mucho de lo aquí narrado ocurrió en la apaleada tierra de los mexicanos durante los últimos meses de campaña electiva.
En verdad, una conspicua pero amafiada caterva de mandones impusieron sus conveniencias con terminal orden: la izquierda no pasará. A la explosiva composición de ingredientes mencionados habría que añadir la previa pasta cotidiana de relleno: un conjunto de encuestas, sondeos de opinión les llaman, que fueron sedimentando útiles verdades subyacentes. El aparato de comunicación tomó a su cuidadoso encargo el resto del proceso legitimador. Se formó así un horizonte de expectativas que, después de varios meses de ocupar el espacio colectivo, solidificó la invencibilidad del agraciado puntero. En la contraportada de la encuestología, desatada por todo el confín difusivo, se quiso dejar a la cola al candidato que atraía los masivos deseos por un cambio efectivo. Los choques de realismo que ciertamente cimbraron, de vez en cuando, la abrumadora corriente de las llamadas normalidades, fueron incapaces de introducir los indispensables equilibrios para una sana competencia. La numerología posterior del PREP puso, eso sí, en evidencia la trama, pero el daño ya estaba hecho. Los votos inducidos al través de tan moderno
procedimiento científico
no pueden ser cuantificados, pero es indudable que pueden contarse por millones. Ninguna casa encuestadora, hasta hoy, ha expiado sus culpas ni pedido los perdones requeridos. Menos aún confesarán sus trafiques y conciliábulos, los expresos o los tácitos. Su credibilidad pública quedó, sin embargo, estampada en los suelos.
No habrá reconsideración por lo acontecido. La inercia institucional seguirá su curso. Se tratará de subsanar la inequidad de la competencia auxiliándose con el peso de la norma. La voluntad ciudadana, de varias y variadas formas, quedará resentida por el manoseo habido. La legitimidad del triunfador sale abollada a pesar de los millones de votos que se le endosaron. El entorno priísta no leerá correctamente el dictado de aquellas urnas que le fueron desfavorables y que también suman millones. Intentarán gobernar con la trabazón de sus gubernaturas y sindicatos, con sus avezadas fracciones legislativas y el peso de los grupos de presión que les acompañan o preceden. El señor Peña sumó no pocos votos definitorios a partir del apoyo de mujeres adultas, pobres y con educación mínima. Es decir, flota sobre una plataforma de pobreza y marginalidad, precisamente dispuesta a comerciar su voto. La continuidad habrá de enseñorearse casi de inmediato del presente y en todos los órdenes de la vida organizada. Esa fue parte sustantiva de su oferta de campaña: la tranquila estabilidad de lo ya conocido. Dentro de unos cuantos meses, pasada la euforia electiva, el cúmulo de problemas volverá a instalarse como asfixiante atmósfera, herencia inoculada por la trágica decena panista.
Todos aquellos que votaron por el señor Peña Nieto tendrán que asumir la parte de responsabilidad concomitante a la hora de conducir y evaluar los asuntos públicos. Nadie podrá llamarse a engaño o alegar estar mal informado por lo que a continuación habrá de ocurrir. Durante la campaña, y también durante los años previos, se comunicó, debidamente, la trascendencia de lo que estaba en juego. Las opciones fueron clarificadas: continuidad o cambio verdadero. Las izquierdas, y en especial su abanderado (AMLO), hicieron su parte y un tanto más todavía. Pudieron, con astucia y trasteo, sobreponerse a las intrigas, pleitos, discordancias, ambiciones y traiciones que plagaron a sus agrupaciones políticas. Algo de ello ha quedado enquistado en sus cuerpos colectivos y sólo los tiempos que vienen dirán si supieron reponerse y construir sobre lo mucho que les quedará.