a llegado, por fin, el término de la campaña electoral. A los análisis ya publicados deseo agregar algunas líneas que ojalá puedan contribuir a la reflexión colectiva.
Tal vez hasta hoy el mayor logro de esta campaña sea la derrota de la violencia política propuesta por el radicalismo. Los profetas de la intolerancia reivindicativa, sinceros o turbios, fueron excluidos del protagonismo que siempre han demandado, porque las grandes mayorías les negaron, otra vez, eco a sus llamados.
Con su ecuanimidad ante los episodios más lamentables de candidatos y partidos, la ciudadanía demostró que reconoce a la ley como el camino para decidir quién la gobierna y mejorar el funcionamiento institucional. Es una tarea de todos responsabilizarse de que esta convicción permanezca, se profundice y extienda en el ánimo de toda la sociedad.
No hay posibilidad de hacer una reflexión de la contienda electoral sin destacar la lealtad jurídica y el compromiso democrático demostrado por el EZLN desde la creación de la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas y durante la campaña electoral. Correspondería a los gobiernos de relevo –federal y estatal– un gesto estimulante rumbo a la reconciliación entre todos los mexicanos; una iniciativa, de altura de estadista, que demuestre que ya está cancelada la pasividad omisa de quienes apostaron al desgaste y extinción de la rebelión y no a la solución de las causas que la originaron. El cumplimiento de acuerdos de San Andrés es uno de los grandes pendientes nacionales en la construcción de un México más justo y democrático.
En esa misma línea, habría que ganar el convencimiento de la sociedad de que la ley no sólo es compatible con la democracia, sino que ésta es más funcional y permanente cuando ambas se ensamblan, cuando, en fin, la democracia se formaliza y ejerce institucionalmente. Las instituciones responsables de nuestro proceso electoral han ganado un amplio terreno aun antes de que se abran las casillas. Conviene recordar que dichos órganos no son parte del gobierno.
Al momento, los cuatro candidatos suscriben unánimemente lo siguiente: ninguno ha amenazado con retirarse de la contienda denunciando parcialidad de las reglas procesales electorales. Ninguno ha impugnado las conclusiones de los análisis confiados a la UNAM –ese comprobado filón de demócratas combativos– en materia de los tiempos concedidos a los contrincantes en radio y televisión; la equidad palmaria es tan irrefutable que todos ellos la reconocen.
Sin excepción, todos los candidatos se han comprometido, hoy lo harán por escrito, a asumir el veredicto que los órganos electorales dicten sobre quién ocupará el Poder Ejecutivo federal el próximo periodo presidencial. Nunca antes en la historia del México moderno sucedió semejante concurrencia, lo que le da a las disposiciones jurídicas y órganos electorales una autoridad política y ejecutiva moderna y confiable. Y aun así, el entusiasmo crítico insiste tercamente: México tiene una asignatura pendiente, sin cuya resolución su futuro es incierto: ¿adónde vamos, adónde va México?
El PRI ganó durante muchos, largos decenios, hasta que muchos, los suficientes, se hartaron de las ilegítimas reglas del juego, esas que le dieron sobrado poder y beneficios a sus insolentes cúpulas y aliados, en detrimento de la legalidad y de los intereses nacionales. Con la derrota priísta en el año 2000, junto al agua sucia de la bañera, tirada al caño, también se fueron porciones valiosas de un fruto empeñosamente gestado y creado por millones de mexicanos. Desde sus orígenes, el PRI ha incurrido reiteradamente en distorsiones y excesos en su relación con el poder, lamentable paradoja que recae en quien concilió una parte muy importante de la construcción jurídico-institucional que hoy da consistencia estructural a las relaciones sociedad-gobierno. El PAN no supo aprovechar el momento histórico de la alternancia y dilapidó el capital político acumulado hasta el cambio del que fue beneficiario.
Lo inquietante es que en esta contienda todos los candidatos han presentado a la sociedad listas, más cortas o más largas, de intenciones o promesas irreprochables si se analizan aisladamente, una por una, ya sea como políticas públicas o lineamientos estratégicos gubernamentales. Pero ningún candidato fue capaz de demostrar que es portador y oferente de un nuevo proyecto nacional, y que eso no se construye mediante la suma aritmética de compromisos, sino mediante una visión-propuesta de largo plazo.
Al margen de quién gane la Presidencia de la República, México requiere de una nueva partitura nacional consensuada. Es urgente una acción integral, que genere directrices sectoriales concurrentes que permitan construir una nueva relación Estado-sociedad, alejada de la improvisación y la espontaneidad. Insistir en ofrecer soluciones inconexas a los retos nacionales sin referente globalizador, sin modelo nacional ni proyecto político, propiciará mayor dispendio de recursos, cada vez mas insuficientes. No puede haber un nuevo modelo de nación sin un paradigma nacional, suscrito por un pacto político de la misma dimensión histórica de la Independencia, la Reforma o la propia Revolución. La orientación, la profundidad y extensión de los cambios que habrán de impulsarse son el punto de inicio de coincidencias y controversias de todas las fuerzas políticas, sociales y económicas del país. Este es el verdadero reto de quien gane la Presidencia de la República.
La pura denuncia puede minar el soporte del adversario político, pero no resuelve la carencia de rumbo nacional. Es preocupante que una clase política baldada por el cortoplacismo y la impericia, junto a un Estado sin rumbo, continúe enfrascada en disputas cuasi conyugales, sin resolver la gran interrogante que permea en la mente y las conciencias de millones de mexicanos: ¿quo vadis México?