Opinión
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Mar de Historias

El asedio

H

ace más de un año que Daniel murió. Sus vecinos lo mencionan y se persignan. Sus compañeros de clase bajan la cabeza cuando algún maestro se refiere a él. Los vendedores de golosinas no han olvidado los días en que él pasaba a comprarles su dulce predilecto. Sus abuelos tienen permanentemente encendida una luz ante su retrato. Sus padres lo recuerdan a toda hora y conservan como reliquia sus lentes con un cristal roto. Carla llora cuando alguien se refiere a lo mucho que su hermano la quería.

De todas esas personas ninguna alude jamás a la forma en que el niño se fue del mundo; sin embargo, en el silencio cómplice, aún se balancea el cuerpo de quien no llegó a cumplir los 11 años ni a terminar los cursos vespertinos de lunes-inglés, martes-karate, miércoles-matemáticas, jueves-computación, viernes-guitarra.

El instrumento sigue en el rincón en donde Daniel lo abandonó al volver aquel viernes de su clase. Luego pasó de largo frente a su madre cuando ella le preguntó si le había entregado la colegiatura al maestro. Unos segundos más tarde se negó a ir con su hermana Carla al videocentro y fue a encerrarse con llave en su cuarto. Mamá, Daniel no quiere acompañarme. Déjalo, viene cansado. Entonces, ¿puedo ir yo al videocentro? No me gusta que andes sola y menos a estas horas. Carla no se dio por vencida: Mamá, pero si apenas son las siete.

Delia miró el reloj para comprobar que su hija estaba diciéndole la verdad y enseguida oprimió el pedal de su máquina de coser eléctrica. Si no hubiera apartado los ojos de la costura, el número siete en la carátula no le significaría desde entonces y para siempre la hora maldita que agrava su dolor y su sentimiento de culpa.

II

Aunque sepa que ya es inútil, Delia sigue creyendo que si aquel viernes le hubiera ordenado a Daniel: abre la puerta y acompaña a tu hermana al videocentro, el niño aún seguiría vivo, su esposo Ricardo no habría caído en la depresión que lo inmoviliza y Carla no se habría convertido en una niña retraída y asustadiza que se muerde las uñas, perdió el gusto por la escuela y el interés por sus amigas.

Cuando su madre le pregunta por qué en vez de quedarse encerrada en su cuarto no sale a jugar, a Carla se le nublan los ojos y huye a la azotea. Entre el tinaco y un altero de muebles y herramientas inservibles está la bicicleta que fue la causa de frecuentes pleitos con su hermano. Vas a ver, le voy a decir a mi papá que no quieres prestármela. Ya diste muchas vueltas. Ahora me toca a mí.

Divertido por la exasperación de su hermana, en vez de complacerla, Daniel aumentaba la velocidad: lo único que sus padres le tenían prohibido por temor a que pudiera caerse, romper sus primer par de lentes y herirse la cara.

Las protestas de Carla ante sus padres por el comportamiento de su hermano eran inútiles. Eso acrecentaba su frustración y un secreto deseo de venganza. Nunca pudo satisfacerlo porque al fin siempre se lo impedía el cariño y la admiración hacia su hermano mayor. Tal vez por eso sintió un extraño regocijo cuando una mañana, a la hora del recreo, escuchó el grito de Mercado, el más alto del 4º C: Órale, Daniel, pinche cuatrojos, pásame el balón.

Carla y el resto de las niñas que presenciaban el partido de futbol se sorprendieron por la reacción de Daniel: se arrojó enfurecido sobre Mercado. No logró asestarle ni siquiera un puñetazo y terminó en el suelo sin sus lentes, con el uniforme sucio, el pie de su adversario oprimiéndole el pecho y humillado por sus burlas: Ya viste lo que te pasó, cuatrojos, por hacerte el machito. En ese momento apareció el prefecto soplando su silbato: ¿Quién comenzó el pleito? Daniel no dijo nada, pero miró hacia Mercado. El prefecto no se detuvo en averiguaciones y allí mismo dictó su sentencia: Quedas expulsado por el resto de la semana.

Mercado fingió indiferencia y faroleó ante sus amigos: ¿No me envidian? Dos días voy a estar rascándome los huevos y viendo la tele mientras ustedes siguen aquí de matadazos. A la hora de la salida esperó a Daniel y le murmuró algo que Carla también alcanzó a oír: Ni creas que esto se va a quedar así, pinche cuatrojos. Y acuérdate de lo que te digo.

III

Más tarde, cuando Carla le contó a su madre lo sucedido en la escuela, Delia prometió que iría a hablar con el director de la primaria para pedirle la expulsión definitiva de Mercado. Por sus hijos sabía que era un muchacho cínico y agresivo. Siempre condenó esas actitudes, pero cuando su hijo fue víctima del abuso le resultó intolerable que Mercado hubiera agredido a un niño menor que él y además miope.

Por la noche, cuando le comunicó sus planes de presentar la queja en la escuela, Ricardo la llamó exagerada y le dijo que no le diera mayor importancia al pleito. Son cosas de muchachos, afirmó, y para demostrárselo contó algunos pasajes de su época estudiantil, entre ellos el momento en que a un compañero, para burlarse de su leve estrabismo, lo apodó a Ricardo vizconde de Mirachueco. Desde ese día todos lo llamaban así. ¿Y qué hacías?, le preguntó Delia. Agarrarme a trancazos con ellos, sufrir como enano y ocultárselo a mi mamá. No tenía caso mortificarla. Además, si se lo hubiera contado, ella no habría hecho nada. Estaba absorta en mantener a mis cinco hermanos mientras mi padre volvía de Estados Unidos, cosa que jamás ocurrió.

Ricardo nunca había vuelto a pensar en aquella etapa de su vida. Los problemas de su hijo se la recordaron y lo devolvieron a la desolación que experimentaba cuando al regresar a la casa lastimado y sucio, su madre sólo le decía: No tengo tiempo para andar cuidándote. ¿Eres hombre o no? ¿Si? Pues entonces defiéndete. Aquella noche hubo algo que Ricardo no le dijo a su esposa: cuánto le hubiera gustado que su madre hubiese sido tan solidaria con él como ahora Delia con su hijo.

IV

Mientras espera que los clientes lleguen a la ferretería en donde trabaja, Ricardo se recrimina no haberle permitido a su esposa acudir a la escuela en defensa de Daniel. De haberlo hecho, le habría ahorrado al niño la persecución, las burlas, los golpes y la saña con que sus compañeros, bajo las incitaciones de Mercado, lo despojaron de su nombre para llamarlo simplemente cuatrojos.

Daniel sólo pudo escapar del asedio saliéndose del mundo.