a celebración de la Marcha Nacional del Orgullo y la Dignidad Lésbico-Gay reunió ayer, como cada año, a cientos de organizaciones y a miles de ciudadanos en las calles de esta capital.
Además de las consignas recurrentes en este tipo de movilizaciones en demanda de equidad y respeto para todas las preferencias y orientaciones sexuales, durante la marcha de ayer aparecieron expresiones en contra del candidato presidencial priísta, Enrique Peña Nieto, y en apoyo al movimiento #YoSoy132, elementos que dan cuenta de que las muestras de organización e inconformidad juvenil que han sacudido la escena pública en semanas recientes trascienden al ámbito estrictamente estudiantil y han establecido vínculos horizontales y espontáneos con otros movimientos de la sociedad.
Por lo demás, y como ha venido ocurriendo en ediciones recientes de la marcha, el telón de fondo de la misma es un panorama de claroscuros en la situación de las llamadas disidencias sexuales en el país. En primer término, la realización de este tipo de movilizaciones permite aquilatar el desarrollo organizativo y la victoria moral obtenida por homosexuales, bisexuales, lesbianas, travestis y transexuales, para hacerse visibles y ganarse el respeto del conjunto de la población. A ello han de sumarse los frutos de la larga batalla social, jurídica y política emprendida desde hace décadas por esa comunidad en aras del reconocimiento de sus derechos y de la consecuente adecuación de los marcos legales vigentes. Un punto de inflexión importante de esa batalla ha sido, sin duda, el actual ciclo de gobierno en el Distrito Federal, en el contexto del cual se han logrado adecuaciones a la legislación civil de la capital de la República que permiten los matrimonios entre individuos del mismo sexo, reconocen a éstos el derecho a la adopción y abren la posibilidad de los cambios de nombre y de identidad a las personas transgénero. En el ámbito social, este proceso ha tenido eco, cuando menos en la ciudad capital, en la disminución de actitudes homofóbicas –que han pasado a ser motivo de vergüenza y descalificación colectiva– y en la evolución de una sociedad que se reconoce a sí misma plural y diversa.
A partir de lo anterior, sin embargo, no puede afirmarse que el país haya superado su histórica carga de intolerancia, fobias y discriminación contra los individuos con orientaciones no heterosexuales. En diversos ámbitos, especialmente en el interior del país, la condición de homosexual, lesbiana, bisexual o transexual sigue significando un auténtico calvario social, laboral, familiar y hasta legal para quienes la ostentan, en tanto que en prácticamente todo el territorio nacional –con excepción de Coahuila y el propio Distrito Federal– se mantiene una discriminación jurídica que impide el reconocimiento de todo tipo de relación de pareja no heterosexual. Tal discriminación institucional se extiende a organismos como el IMSS y el Issste, que han sido reacios a aceptar como derechohabientes a los cónyuges de trabajadores que sean integrantes de matrimonios entre personas del mismo sexo.
Pero el problema más grave que enfrenta la comunidad lésbico-gay, bisexual y transgénero del país es la persistencia de la violencia y los crímenes de odio en contra de sus integrantes, como quedó de manifiesto en marzo de este año con el asesinato de la activista transgénero Agnes Torres, en Puebla. Pese a la continuidad impune de los episodios de barbarie asociados a la homofobia –que entre 1995 y 2009 cobraron la vida de 750 personas, según la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal–, hasta ahora el gobierno carece de un registro oficial para los crímenes de este tipo, y esa omisión constituye, junto con la impunidad, un incentivo poderoso para que ese tipo de eventos continúen reproduciéndose en la actualidad.
Sin demeritar los avances obtenidos hasta ahora en materia de igualdad ante la ley y observancia de los derechos de esa porción de la población, son evidentes los rezagos que persisten en esa materia en el México contemporáneo, y es de suponer que éstos tendrán que superarse en forma similar a como ha ocurrido con los avances conquistados hasta ahora: mediante la presión social hacia las autoridades. Es necesario, pues, que el conjunto de la sociedad se sume a la defensa del derecho de millones de personas a vivir su orientación sexual de manera libre, digna, al margen de la violencia y la discriminación.