annes, 23 de mayo. Con On the Road (En el camino), de Walter Salles, se exhibió la que es quizá la película más decepcionante de la competencia de este año. Mucho se esperaba de esta adaptación de la mítica novela de Jack Kerouac, sobre todo porque en 55 años ningún cineasta había logrado llevarla a la pantalla, a pesar de varias intentonas. El propio Salles enfrentó una complicada producción que le llevó cinco años de falsos arranques.
La episódica historia sobre la amistad caldosa entre Sal Paradise (el británico Sam Riley) y Dean Moriarty (Garrett Hedlund), y el triángulo amoroso que se da con Marylou (Kristen Stewart), la novia del segundo, es narrado por el realizador brasileño como una sucesión monótona de imágenes ocres, acompañadas casi siempre por jazz be-bop, en las que los personajes, se supone, llevan al límite su intenso tren de vida. Eso incluye, claro, incesantes viajes en auto que van y vienen de San Francisco a Denver, pasando por Nueva York y una desviación a México. Pero el destino no importa. En esencia On the Road es un viaje a ninguna parte.
A diferencia de su anterior Diarios de motocicleta (2004), que al menos ilustraba el despertar de la conciencia social del Che Guevara, Salles se queda varado en una road movie que permanece inerte al no encontrar su sentido dramático. Además, no convencen los jóvenes actores que se han escogido para los papeles principales. Sobre todo Hedlund sólo hace la pose de alguien que debe manifestarse como una fuerza de la naturaleza. Por su parte, Stewart muestra más signos vitales aquí que en la serie de Crepúsculo, pero no los suficientes. En cambio, varios actores solventes –Kirsten Dunst, Viggo Mortensen, Amy Adams, Steve Buscemi– son desaprovechados en papeles incidentales. La beat generation no hubiera ocurrido si sus artífices hubieran sido así de desangelados.
Bastante peor, aunque más fascinante, fue Holy Motors (Motores sagrados), el poco ansiado regreso del francés Leos Carax a la realización cinematográfica. Si antes he llamado pretenciosos a algunos directores en estos artículos, les debo una disculpa. Todos son modestos artesanos de la imagen al lado de Carax, quien presume que está reinventando el cine en cada fotograma.
Por esta ocasión nos atosiga con las diferentes encarnaciones que Denis Lavant, el simiesco actor favorito del director, desempeña a lo largo de un día, cada una simbólica de diferentes personajes de la actualidad social/cinematográfica. El resultado es un cúmulo de secuencias de una perversa ridiculez que, no obstante su pedantería, despiertan un interés en el espectador por saber cuál será la siguiente necedad. Eso incluye un número musical a cargo de la cantante australiana Kylie Minogue en el techo del abandonado almacén de La Samaritaine. No se diga más.
Para quienes pensamos que ayer fue un día flojo para la competencia de Cannes, vino pronto el callabocas. Esperemos que en la recta final el nivel vuelva a colocarse dentro de lo aceptable. Por lo pronto, las encuestas de las revistas especializadas marcan una predilección entre la crítica internacional por un par de títulos: Amour, de Michael Haneke, por consenso la única obra maestra del certamen hasta ahora, y la rumana Dupa dealuri (Más allá de las colinas), de Cristian Mungiu. Las siguen D’rouille et d’os (Oxido y hueso), del francés Jacques Audiard; Jagten (La cacería), del danés Thomas Vinterberg y, extrañamente, Killling Them Softly, producción hollywoodense de Andrew Dominik.
Las menos favorecidas son la egipcia Baad el mawkeaa (Después de la batalla), de Yusry Nasrallah, y la austriaca Paradies: Liebe (Paraíso: amor) de Ulrich Seidl. Ya veremos dónde se sitúa el mexicano Carlos Reygadas y su Post Tenebras Lux.
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