a victoria del socialista François Hollande en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales celebradas ayer en Francia trasciende con mucho las fronteras de ese país, y adquiere, en la presente circunstancia de crisis sin fondo y ajustes salvajes impuestos a las poblaciones del viejo continente un significado alentador. El primer hecho destacable del resultado comicial es que la ciudadanía francesa ha votado, en forma mayoritaria, por una propuesta distinta a la receta que la Unión Europea –bajo la influencia directa de la canciller alemana, Angela Merkel– ha venido imponiendo en Grecia, Italia, España y otros países: austeridad, recesión, destrucción de derechos, demolición de los servicios de educación, salud y vivienda. “La austeridad –ha dicho Hollande– no puede ser una condena”, y esa frase resume la clave principal de su victoria.
Ciertamente, el candidato derrotado, el aún presidente Nicolas Sarkozy, puso mucho de su parte para ayudar al triunfo de su rival. Durante cinco años el ahora derrotado ejerció el poder público con autoritarismo, extrema insensibilidad social, frivolidad y mezquindad, y con ello provocó la erosión de su propia causa, erosión que quedó de manifiesto en la primera ronda de los comicios, el pasado 22 de abril, cuando resultó segundo, por detrás de Hollande. En las dos semanas siguientes, el mandatario aseguró su derrumbe cuando intentó cortejar el voto xenófobo y racista de la extrema derecha, representada por el Frente Nacional (FN), que en aquella ocasión quedó como tercera fuerza, con 18 por ciento de los sufragios. Esa táctica, lejos de acortar el estrecho margen que lo separaba del aspirante socialista (1.5 por ciento de los sufragios), terminó por ampliarlo.
Con base en lo anterior, puede considerarse que el rechazo mayoritario a Sarkozy es también una saludable respuesta del electorado francés contra las posiciones intolerantes y fóbicas de la derecha y la extrema derecha, y una reafirmación de los viejos valores republicanos: libertad, igualdad y fraternidad.
Hollande logró, a lo que puede verse, atraer a la enorme mayoría del electorado que en abril se manifestó por las opciones de izquierda que concurrieron a la primera vuelta (empezando por las que encabezaron Jean-Luc Mélenchon y la ambientalista Eva Joly), así como a la mayor parte de quienes habían sufragado por el centrista François Bayrou (más de 9 por ciento) e incluso a cierto porcentaje de los votantes del FN, acaso esa porción de ciudadanos que respaldaron a la extrema derecha no por afinidad ideológica, sino por desesperación ante la crisis. De lo anterior puede inferirse que el voto por Hollande ha sido mucho más plural que el obtenido por Sarkozy. La próxima presidencia francesa tendrá, en consecuencia, un respaldo inicial equilibrado y diverso.
Buena necesidad de ello tiene el próximo presidente, cuando Europa padece la crisis económica más grave de las pasadas ocho décadas y cuando se requiere de unidad nacional para hacer frente y equilibrar las políticas económicas devastadoras que los centros de poder mundial tratan de imponer a las naciones de ese continente.
En contraste con lo ocurrido en Francia, en Grecia el descontento generalizado por los sacrificios dictados desde Bruselas y Berlín no derivó en el fortalecimiento de una opción sólida de gobierno sino, para bien y para mal, en la atomización política y en la debacle de las tradicionales fuerzas partidistas: el Socialista Panhelénico (Pasok) y la derechista Nueva Democracia, los cuales defienden los planes de ajuste llegados desde el exterior, quedaron reducidos a la condición de minorías, lo que conducirá a un periodo de arduas y delicadas negociaciones parlamentarias para construir coaliciones de gobierno mínimamente viables. El dato positivo de la jornada fue el alto caudal de sufragios obtenido por la Coalición de Izquierda Radical (Syriza, casi 16 por ciento), en tanto que el toque preocupante es el ascenso de los neonazis de Aurora Dorada (6.8).
A su manera, Alexis Tsipras, líder de Syriza, repitió en Atenas lo dicho por Hollande en París: Los pueblos de Europa no pueden sobrevivir así; Angela Merkel debe entender que la austeridad no conduce a ningún sitio
. Con estilos y énfasis distintos, ambos han dicho, en esencia, lo mismo. Cabe esperar que su postura sea escuchada y adoptada por más políticos en Europa, que la superación de la crisis deje de cifrarse en el rescate de los grandes capitales y que los gobiernos coloquen, como la primera de sus prioridades, la necesidad y el interés de las poblaciones.