a instalación del artista Manuel Marín, quien también es ingeniero del Instituto Politécnico Nacional y matemático, se encuentra en un recinto previamente previsto por los museógrafos y el equipo de la Fundación Sebastián, en San Pedro de los Pinos. Fue reporteada por Merry MacMasters en esta sección y su vigencia abarca hasta el 18 de mayo.
Tan importante como la hechura de las calaveras es la instalación en el recinto que ocupa. Incluye una plataforma baja en la que las filas que corresponden a 13 de largo por 12 de profundidad repercuten en los muros (excepto en un panel que se dejó vació, como si fuera piedra de sacrificios) allí quedaron insertadas las calaveras en varillas cilíndricas o prismáticas como de un centímetro de espesor, sostenidas de arriba abajo por invisibles hilos de nailon.
No puedo asegurarlo, pero da la impresión de que las calaveras no se repiten, cada una parece distinta y todas simulan observar al espectador con sus cuencas vacías, que en este caso son los ojos de la muerte que miran a quienes contemplamos sus variantes.
En cierto modo tienen su probable origen en unas máscaras de tela personificadas que Marín, y su esposa Enca Alcolea, ofrecieron en su versión festiva de Un ballo in maschere (la ópera de Verdi), en su domicilio, en septiembre del año pasado.
Sólo que en este caso el número de máscaras-calaveras alcanza 623 objetos, unos de papel, con ingeniosa volumetría, otros de conglomerado o fibracel, las hay también de metal, en cuyo caso son negras, algunas están de perfil, con un solo ojo, aunque las más frecuentes, todas ostentando dibujo al carbón, a lápiz o a tinta, miran
de frente.
Hay algunas que sonríen, otras estan perplejas, las hay fantasmáticas e igualmente existen las que pudieran corresponder a animales. Es la prodigiosa vida de la muerte
metaforizada en un tzompantli que guarda las leyes de los tzomplantli originales, puesto que las calaveras en los muros están insertas, como ocurría en la realidad prehispánica.
En lo que yo entiendo como un guiño a Gabriel Orozco, hay alguna que está cubierta de rombos blancos y negros. Del lado derecho hay cinco calaveras en cada tramo y del izquierdo sólo cuatro, en módulos de seis en sentido vertical.
Estos pormenores indican en primer lugar un análisis espacial del recinto, previo a la concepción de la instalación, que es tan impresionante y efectiva como lo fue la que años atrás presentó Marín en la Galería de la Rectoría de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Este tzompantli es un espectáculo, sin duda, aunque también una obra conceptual que requirió para su ejecución y montaje la competencia que tiene este complejo artista como ingeniero, geometrista y matemático.
La hechura de las calaveras pudo haber sido realizada a lo largo de lapsos variables. Ostentan todas, sobre todo las que son de papel, un manejo del volumen con base en pliegues y dobleces que es similar al que guardan sus esculturas en metal doblado.
El acierto está en convertir el recinto en el continente de las calaveras, como si fuera el templo. Está pintado todo de negro, con lo que los únicos claros luminosos corresponden a las calaveras. Pueden ser tomadas también como las caretas que ofrecen las diferentes muertes.
El conjunto, a mi parecer, no es fúnebre, es hasta un poco jocoso a la vez que didáctico en cuanto a las modalidades de la perspectiva, de los planos anteroposteriores y en general de la percepción.
Un recinto distinto hubiera dado lugar a otro tipo de solución y en eso es en lo que hay que parar mientes. Este tzompantli existe mientras esté allí exhibido, a menos que otro museo, centro cultural o dependencia lo adopte, en cuyo caso las soluciones espaciales necesariamente variarían.
El recinto está antecedido por un texto de Eduardo Matos Moctezuma en el que brevemente se anota que el tzompantli antiguo era un espacio sagrado indispensable para llevar a cabo la oblación deseada, “aquella estructura con postes de madera –donde quedaban insertados miles de cráneos–, para hacer perdurar su presencia como clara advertencia de que el camino al Mictlán, al Tlalocan o para compañar al sol se lograba a través del sacrificio ritual que quitaba la vida y daba la muerte”.
El ritual aquí consiste en la preparación de la instalación a partir de que en determinado momento la idea surgió de la mente del artista, sujeto proclive a hondas meditaciones que con frecuencia traslada igualmente a la escritura. Ahora las volcó en una de las instalaciones más pertinentes que, desde mi punto de vista nos ha sido dado contemplar en México en los tiempos recientes.
Esta nota tiene por objeto invitar a los posibles lectores a la visión de este trabajo, pues por su naturaleza, es de carácter hasta cierto punto efímero, pues a menos que se recicle bajo distinta apariencia, terminada su exhibición, dejará de ser y quedará enterrado
en containers.