yer tuvo lugar un hito en la construcción del edificio que remplaza a las Torres Gemelas de Nueva York, destruidas el 11 de septiembre de 2001 por atentados terroristas planeados y ejecutados por la red fundamentalista Al Qaeda, que dejaron un saldo de cerca de tres mil víctimas y derribaron, además de una edificación emblemática del poderío estadunidense, la sensación de invulnerabilidad que había acompañado a la superpotencia desde su surgimiento. La nueva construcción rebasó al Empire State Building y se yergue, ya, como la más alta de Nueva York. De acuerdo con los planes, habrá de terminarse en 2014 y será, para entonces, la más alta de aquel país, con una altura total de 541 metros.
El récord ha sido destacado en los medios de la nación vecina porque la llamada Torre 1, concluida ayer y construida en el mismo predio que ocuparon las Torres Gemelas, pretende restituir, así sea en forma simbólica, el orgullo y la confianza de neoyorquinos y estadunidenses en general, y poner un punto final al terrible periodo que se inició, para su país y para el mundo, con la demolición de la sede del World Trade Center.
Más allá de los símbolos, y por más que Washington pretenda dar por superados los daños materiales y morales que dejaron los choques de aviones atestados contra los mencionados edificios neoyorquinos y contra el Pentágono, sede del Departamento de Defensa, la confrontación desencadenada hace casi 11 años permanece, en muchos sentidos, viva. En Afganistán, el primer objetivo de la venganza de Estados Unidos, la guerra persiste, el empantanamiento de Washington es evidente y siguen muriendo, por efecto de la incursión occidental, afganos inocentes, en un volumen mucho más elevado que el de las bajas por los atentados. Irak fue destruido, el régimen que encabezaba Saddam Hussein fue depuesto, y los delicados equilibrios en Medio Oriente resultaron destrozados por la masiva presencia militar de Washington en la región. Lejos de ser extirpadas, o cuando menos debilitadas, las expresiones más radicales del integrismo islámico se han propagado por nuevos campos de batalla.
Lejos de sus promesas iniciales de apartarse de los lineamientos de política exterior establecidos a sangre y fuego por George W. Bush, el presidente Barack Obama quedó entrampado en las mismas lógicas belicistas e injerencistas de su antecesor. Puede pensarse incluso que el ciclo de intervencionismo militar inaugurado por el político texano esté siendo continuado por el afroestadunidense en los episodios de Libia y Siria, por no mencionar la injustificable hostilidad de Wa-shington contra Irán.
Por lo demás, las pérdidas experimentadas en todo el mundo en materia de libertades, derechos y seguridad distan mucho de haber sido resarcidas. La paranoia policial se ha plasmado en procedimientos rutinarios para los viajeros; el fantasma del terrorismo sigue siendo usado para atropellar garantías ciudadanas y las violaciones masivas a los derechos humanos perpetradas en el contexto de la guerra contra el terrorismo
–secuestros, asesinatos, torturas– permanecen, en su gran mayoría, impunes.
En tales circunstancias, haber levantado sobre los escombros del World Trade Center el edificio más alto de Nueva York resulta un símbolo hueco. Más allá de la proeza ingenieril, las heridas del 11 de septiembre de 2001 permanecen abiertas, y posiblemente lo sigan estando cuando, dentro de tres años, la edificación se declare terminada.