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El que ríe al último
¿E

s posible que llegue del pasado y de la absoluta oscuridad un autor formidable para leer nuestro presente y su futuro? El paulatino descubrimiento de Sigismund Krzyzanowski (1887-1950) nos pone frente a lo que es en sí el cuento fantástico, anacrónico/hipermoderno, de una literatura indispensable que no conocíamos y pudimos no conocer. Suyo, por ejemplo, fue el primer réquiem a la forma libro, hoy lugar común. Es el precursor imposible de obras que lo tendrían por ancestro de haberlo leído. Si algo, la creación de este sabio ruso es un monumento a la libertad en una época histórica en que ésta no existía, o en el mejor de los casos no era prioritaria. Contra toda lógica, él, maestro de la lógica, se dedicó a inventar historias imaginarias y delirantes tomadas de la vida real, que dejan la inquietud de una verdad revelada mediante la sátira. (¿Habrá leído a Karl Kraus?)

Su traductor al castellano, Jesús García Gabaldón, no escatima calificativos: “En el horizonte del tiempo, Krzynanowski se eleva día a día como el gran escritor ruso moderno. Puede decirse de él exactamente lo que escribió a propósito de Poe: ‘Fue el único literato de su época que se planteó en las mejores de sus obras problemas puramente científicos y filosóficos’” (La nieve roja y otros relatos, Siruela, 2009). Aún más, representa literariamente esa época trágica de la cultura rusa, pero la trasciende, insertándose plenamente en la cultura europea. Sus obras no reproducen una imagen de la realidad, sino que la crean. Se trata del irónico cronista de un mundo al revés, que transforma las paradojas de la vida cotidiana soviética en acontecimientos metafísicos.

Tras enumerar las virtudes literarias, lingüísticas y filosóficas en su prosa de intrínseca musicalidad oral (nuestro autor componía de memoria en largas caminatas y luego dictaba a una mecanógrafa; por eso no dejó manuscritos de sus historias), y para explicar por qué en vez de envejecer resulta más actual que nunca, García Gabaldón se despacha con este párrafo: La prosa musical de Krzyzanowski, laboriosa como una muralla china, meticulosa como una miniatura verbal chejoviana, irónica y grotesca como digno heredero de la estirpe de Gogol, de una esplendidez metafísica inaudita, de ebullente y rigurosa creación verbal y de una radical profundidad sicológica y filosófica, es de una maestría absoluta. Uf.

A reserva de mejor opinión de los conocedores, este reseñista no puede negar su perplejidad al encontrar su huella imposible en las narrativas de Ludmila Petrushevskaya (1938) y Tatiana Tolstaya (1951), notables y muy conocidas en Rusia. La primera, que ya escribía antes del deshielo, sólo cobró existencia fuera del samizdat, en 1989. Muchos de sus relatos suceden después de algún apocalipsis, y sus personajes inclementes, atrapados en un no-tiempo, se emparentan con la muy malvada Patricia Highsmith, aunque en condiciones que remiten a horrores sobrehumanos (de El innombrable, de Beckett, a Mara y Dann, de Doris Lessing, o El camino, de Cormac McCarthy).

Tolstaya, revelación literaria de la era Gorbachov, es autora de Kys’ (neologismo sin traducción que al inglés fue vertido como The Slynx), novela distópica que deja pálidas las montañas de relatos futuristas que abonan todos nuestros pesimismos. ¿Qué secretos vasos comunicantes unen a Petrushevskaya y Tolstaya con la meticulosa creación inútil, inédita, absurda en los términos de Camus, de Krzyzanowski?

No necesariamente escribía para el cajón. Fue y vino de la esperanza de ver publicada alguna de sus obras. O se las rechazaban, o quebraba la editorial que estaba a punto de imprimir alguna, o ni siquiera se atrevía a someterlas a consideración, aguardando tiempos más propicios que jamás llegaron. El personaje de El marcapáginas (1927), conradiano cazador de temas opuesto con irritación a los mediocres ladrones de temas que predominaban entonces, corre similar suerte. Cierto editor le dice: Sus cuentos, cómo le diré, son prematuros. Déjelos a un lado, que esperen. Contra esta imposibilidad, el personaje explica al narrador: “No dejé de trabajar porque, porque… es como describe Fabre, las abejas salvajes, si se agujera su panal, continúan usándolo; la miel se vierte por los agujeros, pero ellas, tontas, la llevan allí una y otra vez”.

Detengámonos finalmente en este vicio absurdo de escribir contra toda esperanza (como dijera Nadezhda Khazim sobre su marido Osip Mandelstam); en ese cuidado amor a las palabras, radicalmente libre, comprometido con sus ideas y su prosa, deslumbrante como habrá intuido el íntimo pavor de sus censores (empezando por Gorki). Obligado por el siglo ha ser un Job sin dios al que increpar, escribe porque sí y para nada, obedeciendo una necesidad vital, física, casi biológica como da a entender más de una vez. Un secreto heroísmo que apenas ahora estamos en condiciones de apreciar en toda su magnificencia.