uegos de masacre. Dejemos de lado el desorientado título que las distribuidoras imponen en México a Carnage (Carnicería, masacre), la película más reciente de Roman Polanski, y que posiblemente hará pensar a más de un espectador en aquella vieja encerrona liberal en la comedia ¿Sabes quién viene a cenar? (1967), de Stanley Kramer, cinta muy emblemática de la buena conciencia y la tolerancia social, con Katharine Hepburn, Spencer Tracy, Sidney Poitier y Katharine Houghton, estos dos últimos actores como la pareja de clase media que desafiando los prejuicios de la época al proponen a los padres de la joven su matrimonio interracial.
En el caso de Carnage asistimos a algo diametralmente distinto, a un malicioso elogio de la incorrección política elaborado por Polanski, el destinatario muy conspicuo de un destartalado encarnizamiento mediático, quien al adaptar la obra teatral Un dios salvaje (Le dieu du carnage), de la escritora francesa Yasmina Reza, se libra a un eficaz y nunca tardío ajuste de cuentas con la doble moral estadunidense.
En Francia la obra tuvo una recepción muy favorable en buena medida gracias a la prosa incisiva de la dramaturga y al formidable desempeño de Isabelle Huppert en uno de los papeles centrales; en Broadway obtuvo en 2009 el premio Tony a la mejor creación dramática, con James Gandolfini y Hope Davis en los estelares. Poco después en México los actores Rodrigo Murray, Mónica Dionne, Flavio Medina y Ludwika Paleta aclimataron con contundencia humorística la trama, que a partir de un acto de violencia escolar (bullying) se transforma lentamente en una despiadada faena de escarnio verbal escenificada por los padres de los niños.
Cuando Penelope y Michael Longstreet (Jodie Foster y John C. Reilly) reciben en su domicilio la visita de los Cowen (Kate Winslet y Christopher Waltz), progenitores del niño que ha agredido físicamente a su hijo, y se libran los cuatro a una larga ceremonia de entendimiento civilizado, con disculpas muy medidas e interrogaciones muy sentidas sobre lo que pudo motivar el lamentable episodio de abuso escolar, todo parece navegar en una apacible mar de racionalidad conciliatoria. Muy rápido se fijan sin embargo los límites de esta vieja moralidad bien pensante.
Y como en el drama de Edward Albee, ¿Quién le teme a Virginia Wolf?, la reunión de las dos parejas cede paulatinamente el paso, con el intercambio de anécdotas picantes, bromas pesadas, escatología creciente, y al calor de las copas, a un juego de masacre que exhibe la naturaleza verdadera de cada personaje, los conflictos de pareja y las insatisfacciones conyugales. De ahí se procede al balconeo impúdico de los defectos físicos y mentales de cada personaje y al canje de reproches entre los padres de familia sobre la calidad de la educación que han dado a sus hijos, a fin de cuentas –se supone– retratos hablados de la personalidad de sus progenitores.
Detrás de la fachada liberal afloran las conductas sexistas de los maridos, la histeria o la vulgaridad de las esposas, algún acto de crueldad contra un animal indefenso; brota también el sarcasmo a propósito de las pretensiones culturales de un ama de casa que de modo fetichista atesora ediciones originales de libros de arte, mientras su marido exhibe las rutinas y mediocridades de un oficio que contrasta con el esnobismo de la esposa.
Hay apuntes hilarantes a propósito de un mal de moda, la nomofobia
(no-móvil-fobia), terror a verse privado del teléfono celular y por lo mismo cortado de tajo del universo entero, alejado de la colectividad de los felices navegantes cibernéticos, condenado a una patética marginación en la sociedad globalizada. Christopher Waltz propone al respecto una caracterización formidable como adicto al Smartphone.
De igual modo hay alusiones a la corrupción de compañías farmacéuticas que lucran con la enfermedad haciendo gala de insensibilidad moral y una enorme ironía a propósito del malestar existencial que provoca en la muy gesticulante e histérica Penelope Longstreet (Jodie Foster) las miserias y penurias del continente africano.
El radical chic
(adhesión condescendiente de los privilegiados a las causas de los desfavorecidos) que el escritor Tom Wolfe satirizaba en los años 60, la dramaturga francesa Yazmina Reza consigue transportarlo a nuestros tiempos globalizados, exponiendo su carga de humanismo improvisado y maltrecho y los buenos sentimientos y las mejores intenciones que siempre terminan diluyéndose en sucesivas dosis de buen whisky escocés.
La edad le sienta bien al siempre malicioso Polanski, las adversidades judiciales parecen haberle sentado todavía mejor. Frente a la desdeñosa superficialidad de una parte de la prensa anglosajona, empeñada en escatimarle méritos y virtudes, el realizador polaco ofrece hoy muestras renovadas de coherencia artística, ironía triunfal y excelencia narrativa.