Mil 860 metros cuadrados de fantasía
Primera llamada
C
onmovedor
, lacónica respuesta de un asistente (Eduardo Vázquez Martín) sobre el concierto de Roger Waters este viernes en el Foro Sol. Historia narrada por más de tres décadas, en donde la soledad, la violencia, la locura, la sobreprotección, el amor, la guerra y el totalitarismo siguen vigentes. Lugar y tiempo exactos: un escenario en la capital de un país llamado México.
Escribir sobre música siempre lo he considerado imposible o en algunos casos, inútil. Hasta ahora no hay palabras que puedan describirla; en el diccionario sólo encontraremos metáforas, alegorías y emociones variopintas. Está por demás decir que el espectáculo de anoche gira alrededor de la música, pero pocas veces hemos visto una parafernalia tan extraordinariamente desplegada y precisa que durante más de dos horas transportó, conmovió y fascinó a los más de 50 mil espectadores ahí reunidos.
Ambas partes perfectamente coordinadas y complementarias: Los 12 músicos con Waters a la cabeza, minúsculos seres que se movían al pie del enorme muro –pantalla y protagonista descomunal al mismo tiempo– tres torres con decenas de proyectores sincronizados para convertir el escenario en la más grande pantalla cinematográfica de la historia: mil 860 metros cuadrados en la que se proyectaron escenas de la película The Wall, ilustrada por Gerald Scarfe, o acercamientos del grupo ahí presente, al frente, por un hueco, arriba o atrás de la enorme pantalla, armada con más de mil 500 piezas de cartón.
Se apagan las luces y retumba: In the Flesh:… to feel the warm thrill of confusion. El alarido marca el inicio de un recital que no decayó en ningún momento –los alaridos tampoco– hasta la medianoche. Al final, nadie se movía, nadie quería irse y abandonar la tribuna colosal en que se convirtió el Foro Sol.
Segunda llamada
Sabíamos del músico inteligente y sensible que es Roger Waters; su obra está ahí, punto. Él mismo, ante el micrófono, lanza una dedicatoria que como dardos nos traspasa la dignidad, el orgullo y el coraje (a veces ausente en la mayoría de los ciudadanos de éste país) cuando dice: “Este concierto lo voy a dedicar a todos los niños que no están con nosotros, a los que siguen perdidos y a todos los que han desaparecido en esta guerra del narco y a todas las mujeres y niñas de Juárez.” Palabras no pronunciadas por ningún candidato hasta el día de hoy.
Sabemos del niño huérfano de padre en la Segunda Guerra Mundial. Sus propias vivencias construyen poco a poco su propio muro, a manera de defensa. La madre sobreprotectora, víctima de la violencia. We don’t need no education... habla por sí misma, los desaparecidos en todo el mundo, todo esto y más construyó ese muro de ignominia formado por rostros víctimas de la guerra, incluida la del padre de Roger. Cuando se proyecta el rostro de Juan Francisco Sicilia, el hijo asesinado del poeta Javier, se nos escurre la vergüenza y un coro gigantesco completa la frase que aparece en el muro: Estamos hasta… y al unísono una misma voz grita…¡hasta la madre!
Roger toma su guitarra de palo y en una versión acústica interpreta Mother. La reacción sobrepasa el inmenso escenario; antes habían subido niños de las agrupaciones Marabunta y Barrio Activo; participan en Another Brick in the Wall, Roger aplaude y les dice ¡Bravo, se vieron fantásticos!
Los temas siguen uno tras otro, conocidos por la mayoría que los corea, y de ella una gran cantidad de jóvenes, quienes me despiertan curiosidad sobre las razones de por qué un músico de casi 70 años los convoca. Es su música, sin duda, pero si vemos la propuesta de hace más de 30 años Roger no ha cambiado; sigue congruente en su visión del mundo, en su compromiso, su apuesta, su inteligencia y su sensibilidad.
Tercera llamada
Hay gran diferencia entre ciertos espectáculos y otros. Unos apuestan por impactar al espectador con decibeles por arriba de lo aceptable, indumentarias a veces estrafalarias o maquillajes que ni al caso. La estridencia y la grandielocuencia de estos conciertos marcan una zanja insalvable con lo que ayer disfrutamos: un recital en el que fluían las letras y la música de manera sorprendente, y a cada una de ellas un clímax y una intensidad donde la sincronía era la norma, las imágenes desfilaron ante nosotros con exactitud, los efectos visuales sorprendían y sonaba una ecualización en el audio fuera de serie.
Gran lección vino a dar a nuestro país quien ha montado un maravillososo espectáculo que desde aquel mítico concierto en Berlín –con más de 300 mil asistentes y después de más de 30 años– sigue cautivando a millones y en el que las lombrices gigantescas pululan por la pantalla mientras escuchamos Waiting for the Worms. Llegan Stop y la esperada escena impactante de La marcha de los martillos en una metáfora que alude al totalitarismo, a las tropas nazis o a cualquier ejército del mundo.
Gran lección porque ha demostrado que el talento y el compromiso pueden (deben) de ir tomados de la mano. El ¡Gracias, México!
tuvo una validez poca veces sentida como esta noche, cuando al mismo tiempo el gran muro caía en mil pedazos ante la atónita vista de los más de 50 mil asistentes que después de ese recital de amor y compromiso, espero, hayan retornado a sus hogares y a una realidad que no podemos seguir ignorando.
Otro muro se derrumbó. ¡Gracias, Roger!