e acuerdo con un informe dado a conocer ayer por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la violencia asociada al narcotráfico y a la estrategia oficial para combatirlo arrojó un saldo de al menos 160 mil desplazados internos en 2011, principalmente en Chihuahua, Tamaulipas, Nuevo León, Durango, Sinaloa, Michoacán y Guerrero. El mismo documento apunta que, tan sólo en Ciudad Juárez, unas 24 mil 500 personas han dejado sus hogares por la misma situación en lo que va de 2012.
Las cifras de referencia dan cuenta del desarrollo, en nuestro país, de un drama social y humano sin parangón en la historia nacional reciente: el precedente inmediato es el conflicto armado en Chiapas iniciado en 1994, que generó, entre otras cosas, el desplazamiento forzado de unas 25 mil personas, según cálculos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, es decir, una sexta parte de los reportados en el informe divulgado ayer por el ACNUR .
Aunque el documento atribuye este fenómeno a la disputa entre las bandas de narcotraficantes por el control de rutas de trasiego de estupefacientes, el hecho insoslayable es que tal pugna se produce en el contexto de una política de seguridad publica federal que en el lustro reciente, lejos de contener a las bandas del crimen organizado y de restablecer el estado de derecho en las regiones controladas por éstas, las ha fortalecido y ha incrementado su capacidad corruptora y su poder de fuego. El fracaso de la guerra
contra las drogas emprendida por Felipe Calderón es tan palmario que el propio titular del Ejecutivo federal ha expresado que las organizaciones criminales disputan el monopolio de la fuerza del Estado
y que incluso comienzan ya a remplazar las funciones
de éste, como es el caso de la recaudación de impuestos
, según reseñó el presidente de Perú, Ollanta Humala, tras una reunión con el gobernante mexicano en la pasada cumbre de las Américas, en Cartagena de Indias, Colombia.
Ante tal realidad, resultan improcedentes los intentos del gobierno federal por minimizar en el discurso los efectos del rumbo de acción en materia de seguridad: baste citar, a guisa de ejemplo, lo declarado anteayer por el titular de la Secretaría de Economía, Bruno Ferrari, quien calificó de ficción irresponsable
las aseveraciones de organismos empresariales de que el clima de violencia en el país ha causado el cierre de miles de empresas. Tales declaraciones son desafortunadas, porque porfían en el alegato del gobierno federal de que la actual crisis de seguridad es principalmente un problema de percepción
. En todo caso, las afectaciones económicas derivadas de ese clima son sólo una parte de la catástrofe social que afecta al país.
Frente a la evidencia de un Estado cada vez menos capaz de hacer valer la ley en diversas regiones, de salvaguardar el derecho de las personas a la vida y de garantizar el ejercicio de las libertades a establecer residencia y a circular libremente por el territorio, pronunciamientos como los referidos ponen en perspectiva una dislocación del discurso oficial respecto de la realidad, lo que agrava la falta de brújula y de previsión originarias de la actual estrategia de seguridad y combate a la delincuencia organizada.
La situación descrita, en suma, da cuenta de la necesidad, e incluso de la urgencia, de que el problema de salud pública de las adicciones y el tema de la delincuencia organizada –el narcotráfico, en primer lugar– sean analizados y enfrentados con enfoques distintos al estrictamente policial y militar; porque, de proseguir por el actual camino, se corre el riesgo de una pérdida de control irreparable. La conversión de sectores de la población en masas de desplazados prefigura hasta dónde puede llevar al país el empecinamiento en una estrategia errada.