as élites nacionales, todas integradas de lleno en la derecha ideológica, han logrado posicionar las reformas estructurales
como algo no sólo deseable sino imperativo. Las reformas ya realizadas forman, a su vez, un espeso telón de respaldo en el imaginario colectivo. Las consecuencias negativas de su puesta en marcha no han sido, por tanto, exploradas con la atingencia debida. El sedimento que van dejando, en cambio, lo soportan las muchas promesas de cuestionables resultados con que fueron envueltas. Las que faltan (y siempre hay una o varias adicionales) se les asume impostergables aunque, se alerta con marcado dejo de ignorante cinismo, un tanto dolorosas. Los masivos intereses de tal élite conservadora han logrado, con intensa difusión de respaldo, dominar este frente mal llamado modernizador.
Tal parece que se avanza con cada uno de los golpes asestados al entramado jurídico prevaleciente. Lo existente, y más si resiste, se cataloga de retrogrado, atrasado, ineficiente. La reflexión y, menos aún, el análisis de las consecuencias siempre se pospone o ningunea. Los alegatos del oficialismo, de haber conseguido la victoria, además de abundantes se presuponen al alcance de la mano. Oponerse a este listado de promesas y redentorías acarrea, ipso facto, la animadversión del poder establecido. El estigma mediático entra en juego y se impone a continuación. La caterva de opinócratas insertados en los grandes medios de información, escrita o electrónica, no escatima adjetivos y condenas.
Lograr comprender, primeramente, que las así bautizadas reformas estructurales son, en realidad, acciones diseñadas desde las cumbres del poder trasnacional conlleva, en efecto, un penoso esfuerzo de concientización. Darlas a conocer como instrumentos de dominio, principalmente externo pero con beneficiarios locales, es también una tarea harto ingrata para aquellos que se aventuran por tales meandros. Cada reforma estructural propuesta incidiría en tantos más cuantos puntos adicionales de crecimiento del PIB. Los varios años de estancamiento en la creación de riqueza no han desanimado a los proponentes de esas reformas. Por el contrario, se sigue insistiendo, con vehemencia de merolicos callejeros, en el promisorio futuro que construirán.
El modelo neoliberal, condensado en el acuerdo de Washington, tuvo desde un inicio dos enemigos frontales: el sector público como agente productivo y la pretensión igualitaria del Estado (benefactor); había, por tanto, que remover del imaginario colectivo tales paradigmas. La labor de zapa fue no sólo consistente en el tiempo, sino abundante en recursos de apoyo. Poco a poco se introdujeron conceptos como la ineficiencia de la gestión pública y la poca o nula creación de riqueza por parte de las empresas y agencias gubernamentales. A las entidades públicas y sociales, en especial las generadoras de bienes o servicios, se les estampó el sello de incompetencia, en especial, al ubicarlas en un mundo globalizado.
Las urgencias de las élites por incrementar sus esferas de dominio y, especialmente, de mayor acumulación de la riqueza, impusieron el listado de prioridades. En el paquete inicial incluyeron las privatizaciones (desincorporación las llamaron, un tanto para ocultarlas). El trafique de influencias se desató por todos lados y países. Bancos, ferrocarriles, televisoras, estaciones o cadenas de radios, puertos, carreteras, telefonía, satélites, minas, acereras, petrogaseras y otros cientos de empresas, medianas y pequeñas, fueron puestos en subasta. El asalto a tales riquezas terminó, no sin ironía, con la edición, a manera justificadora, de sendos libros irónicamente pintados como blancos. Esperpentos de rendición de cuentas, disfraces de enormes apañes entre poderosos. El ausente fue, siempre y sin la menor duda, el interés colectivo y los pospuestos sueños de justicia.
Las pensiones de los trabajadores habían estado, de tiempo atrás, en la médula, en el meollo, de la ambición de los grupos financieros. La batalla por declarar la insolvencia de los fondos de retiro bajo el esquema de reparto hasta entonces vigente no cesó ni por un momento. La andanada mediática fue irresistible para el endeble entramado partidario. El liderazgo político sucumbió a la presión privatizadora no sin antes sacar algún beneficio, por poquitero que fuera, por su notoria subordinación. En otros países, Chile por ejemplo, se ha tenido, ante similares circunstancias, que introducir serios correctivos. En Argentina, un caso especial, se dio recientemente, media vuelta y rescataron sus abundantes recursos.
Las vicisitudes de las demás reformas estructurales no dejan de revelar limitantes y trampas por doquier. Las apresuradas privatizaciones del sistema bancario dieron pábulo a malformaciones de variado tipo, la concentración de poder entre las peores. La internacionalización posterior acabó entregando el casi total control del aparato de pagos al extranjero. Un caso anormal en el mundo entero que sólo Nueva Zelanda comparte con México. La atracción de capitales, consigna repetida como ventaja, no se ha materializado. Las sucursales mexicanas han devuelto, con sus abundantes utilidades, el precio pagado por ellas. La fluidez del crédito ha quedado en promesas y medias tintas. Lo que sí se sabe de cierto es que la repatriación de dividendos a las matrices es mayúscula.
Faltan otras reformas, se aduce con insistente frenesí. La laboral, ese mamotreto que persigue ahondar, todavía más, el precario el ingreso de los trabajadores está en la mira. Los alegatos para llevarla a cabo e incrementar la competitividad no logran ocultar los afanes de acumulación desmedida. Vendrán después las reformas de segunda o tercera generación: la de salud; la educativa; la fiscal con su IVA generalizado que exprimirá a los ya desposeídos; la ambicionada energética para ensanchar el contratismo y entregar el petróleo y sus derivados a las trasnacionales. La hilera es inacabable y no tiene pizca de decencia ni mesura en su continuidad. La embestida contra el Estado benefactor, al que aspiran todos los pueblos de la Tierra, va viento en popa. Y lo peor es que el interés colectivo puede perder la batalla actual si no se introducen los correctivos necesarios. La pendiente elección es una oportunidad, quizá la postrera, para enderezar el timón. Pero, al parecer, la ruta que será votada se inclina, al menos por ahora, en la dirección ya bien encaminada.