ientras más me adentro en los meandros de la escritura literaria, cada vez me convenzo mejor de que la novela es un género total que se presta poco a clasificaciones y discriminaciones. Es la forma de organizar la invención y nada más. Dentro de esa ciudad infinita, en la que determinado callejón va a dar a puertas desapercibidas, o se sube por escaleras ocultas, todo es posible, y no hay manera de atajar la exploración que cada autor elige según sus propias concepciones y preferencias.
En este sentido, la novela no es un género, sino todos los géneros. Dentro caben todas las simulaciones y los disimulos, las mentiras contadas a medias y las mentiras contadas de manera completa; el uso premeditado de la verdad como simple mampara, el abuso de las realidades de la historia, la deformación de los hechos verdaderamente ocurridos, la transformación de personajes verdaderos en imaginarios, las biografías trastocadas para que parezcan biografías auténticas.
El novelista dispone de un catálogo abierto, y puede tomar justo lo que prefiera de las vidas ajenas, elegir lo más atractivo o lo más despreciable de una persona que conoció, o de la que oyó hablar, o de la que se cuenta en las páginas de la historia; y puede mezclar distintas personas en una sola como quien agrega capas de pintura hasta dar con un retrato que sea más atractivo que los modelos de que está compuesto.
Es decir, convertir a una persona en personaje, hacer que dé el paso que saca a esa persona del territorio de la realidad, donde para todos pasa desapercibida, a lo mejor, menos para el escritor, y la lleva hacia el territorio de la invención donde ya no se valen reglas. El arte de contar bien es el arte de mentir bien para que todo parezca verdadero a los ojos del lector, que de manera consciente compra falsedades y cree en ellas, en la medida en que estas falsedades sean lo suficientemente atractivas.
¿Por qué una novela no puede parecerse a una biografía, o imitar una biografía, o hacer de una biografía real una biografía inventada? Esto no es una moda de la escritura, sino una de las reglas más antiguas del oficio. Es un procedimiento que procura el engaño, y de engañar se trata. Me atrevo a decir entonces que existe dentro de la novela una estética de la mentira, el único espacio donde la mentira es lícita, y no tiene agobios ni pesadumbres morales.
¿Y qué pasa si un día la biografía falsa, que es la del novelista, llega a ser más creíble que la escrita por el biógrafo riguroso que nunca alteró un solo dato, y se atuvo de manera circunspecta a los hechos, o a lo que creyó que eran los hechos? No pasa nada, sólo que la imaginación habrá llegado a tener mayor credibilidad. ¿Cuál es la biografía de Eva Perón? La que escribió Tomás Eloy Martínez en su novela Santa Evita. Es la que va a quedar, la que va a ser citada. ¿Cuál es la mejor biografía de Bolívar? La que está en El general en su laberinto, de García Márquez. ¿Y la del generalísimo Leónidas Trujillo? La fiesta del chivo, de Vargas Llosa. ¿Y cuál es el mejor homenaje que se tributa a esas novelas? Los alegatos de que esas vidas no fueron realmente así, que los hechos ocurrieron de manera diferente, que los autores mienten. Claro que mienten.
¿Cuántas biografías verdaderas se han escrito de Eva Perón, de Bolívar, de Trujillo? Supongo que muchas. Y cuando digo verdaderas, me refiero al afán de contar esas vidas conforme a hechos verificables. Pero eso no las hace verdaderamente reales. No llevan el sello de la novela, pero sí el de las verdades a medias, o el de las verdades interesadas, según el biógrafo, a pesar de su pulcritud, cuando la tiene; unos querrán destruir al personaje, otros querrán exaltarlo, otros querrán ser imparciales. Es asunto del uso que se quiera dar a los ficheros.
Una biografía real no es para el novelista sino un pie musical, el clavo donde se cuelga la novela, como diría Alejandro Dumas; un punto de partida para construir un personaje de una manera más aventurada y atractiva de como ha sido construido en la biografía. Y el novelista, para su propia tarea de invenciones, puede servirse de los biógrafos más aburridos y cansinos, o de los que se comportan como novelistas al escribir, es decir, aquellos que están dotados de la virtud de fijarse en los detalles; pongamos por caso Suetonio, que en Las vidas de los doce césares da pruebas en cada página de su poder de percepción, que es lo que distingue a un novelista. Cuando asesinan a Julio César, cuenta Suetonio que como era pudoroso tuvo el cuidado de arreglarse las ropas de modo que, al caer acuchillado, su cuerpo no quedara en ninguna situación obscena.
En una vieja revista de la Academia de Historia de Nicaragua leí alguna vez un relato sobre un personaje que espera por una novela, el general Cleto Ordóñez, que para el tiempo de la independencia se alzó en rebelión contra la aristocracia, en lo que se llamó la guerra contra los dones
, es decir, contra los señores, cuyos escudos nobiliarios, falsos o verdaderos, hizo arrancar de los portales de sus casas en la ciudad de Granada.
Luego, ya viejo y derrotado, y exiliado, quiso regresar a morir a su patria pero sus enemigos, entonces en el poder, se lo impidieron, y lo obligaron a regresar a El Salvador, desde donde podía divisar Nicaragua al otro lado de las aguas del golfo de Fonseca. Una mañana se levantó temprano, se puso su mejor ropa, se afeitó cuidadosamente, y se sentó bajo un árbol para morir.
Estoy contando esta historia de memoria, y no sé exactamente cuáles fueron las palabras que un día leí. Sólo sé que es algo que ya entró en la cabeza del novelista dispuesto a saquear sin piedad al biógrafo.
Panamá, mayo 2011.
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