a revisión a fondo de los privilegios que gozan los ex presidentes de la República –con cargo al erario–, y la consecuente disminución o eliminación de los mismos, ha sido un importante reclamo popular desde hace tiempo: las pensiones millonarias y demás prebendas para quienes han detentado la titularidad del Ejecutivo federal no sólo constituyen una inmoralidad por cuanto contrastan con el entorno nacional de acentuados rezagos económicos y sociales, sino también porque representan una especie de premio vitalicio para personajes que, más allá de su desempeño en el quehacer gubernamental –el de las recientes administraciones ha dejado mucho que desear–, han llegado a amasar grandes fortunas y cotas de poder personal a su paso por Los Pinos. Un referente inmediato al respecto es la presentación de una iniciativa de ley en la Cámara de Diputados que plantea, entre otras cosas, disminuir hasta en 50 por ciento las retribuciones a los ex mandatarios; suspender el seguro de gastos médicos mayores de esos ex funcionarios, y reducir en 70 por ciento el personal de seguridad a su servicio.
Es importante recordar que las pensiones y demás prerrogativas de que gozan los ex presidentes carecen de sustento jurídico y que no están reguladas por marco legal alguno; en cambio, su aplicación se gesta en acuerdos y manejos discrecionales y poco transparentes ejercidos por las administraciones en turno. Tales prebendas constituyen, por añadidura, una situación de privilegio desde la cual los anteriores ocupantes de la Presidencia de la República siguen ejerciendo poder e influencia política; forjan relaciones con ámbitos empresariales y organismos financieros, y gestan pactos de impunidad con sus sucesores, como lo hicieron los responsables de la guerra sucia, los operadores del fraude del 88, los integrantes del grupo compacto
que desmembró el país durante el salinato, los responsables del rescate bancario zedillista y los protagonistas de la intervención indebida del poder público en el proceso electoral de 2006 a favor del candidato oficial.
Por lo que hace a la pretensión, contemplada también en la iniciativa referida, de evitar que los ex presidentes puedan contratarse con empresas privadas nacionales o extranjeras al finalizar su mandato –a efecto de evitar fuga de cerebros, de experiencia y, sobre todo, de información privilegiada que desafortunadamente no es aprovechada en nuestro país para su propio desarrollo
–, resulta obligado recordar el oscuro y discrecional manejo gubernamental de los límites entre lo público y lo privado que ha imperado en el país desde el salinato hasta la fecha, así como la configuración de palmarios conflictos de intereses entre quienes han detentado la investidura presidencial: resulta proverbial, al respecto, el caso de Ernesto Zedillo quien, tras encabezar un gobierno en el que se consumó otro atraco a las arcas públicas, logró forjarse fama como economista experto
e integrarse a los consejos de administración de empresas como Procter & Gamble, Alcoa, Union Pacific y Citi Group; si algunas de esas empresas se vieron ampliamente beneficiadas durante el sexenio zedillista, es de suponer que todas ellas gozaron, al finalizar ese periodo y con la incorporación del ex mandatario a sus filas, de una situación de privilegio en el acceso a información sobre el país y en el trato ante autoridades económicas y políticas.
El conjunto de agravios que la sociedad mexicana ha padecido por parte de su clase gobernante justifica sobradamente el rechazo de amplios sectores de la población a tener que cargar con el costo de la manutención vitalicia de los ex mandatarios. Si a esto se suma la gravedad de la situación económica actual y las acuciantes necesidades presupuestarias en rubros como salud, educación, cultura y bienestar social, las pensiones y servicios de que gozan los ex presidentes representan un gasto oneroso, injusto, frívolo e insostenible. La propuesta legislativa para regular esos regímenes opacos y discrecionales constituye un primer paso positivo, que tendrá que ser enriquecido con la participación de las distintas fracciones políticas con representación en el Congreso y, por supuesto, de la sociedad.