batido por la tristeza, me dirigí hacia las montañas donde los cipreses crecían tan puntiagudos que habrían podido tomarse por brazos, donde las zarzas tenían las espinas grandes como garras. Llegué a un jardín invadido de trepadoras y yerbas de extrañas flores. A través de una ancha verja, vi a una viejecita cuidando sus enmarañadas plantas. Iba vestida de encaje malva, con un gran sombrero de otra época. El sombrero, adornado con plumas de pavo real, lo llevaba ladeado y se le salía el cabello por todos lados. Interrumpí mi melancólico paseo y pedí a la mujer un vaso de agua, porque tenía sed.
–Te daré de beber –dijo ella con coquetería, poniéndose una flor detrás de su oreja grande–. Entra en mi jardín.
Con asombrosa agilidad, saltó a donde yo estaba y me tomó de la mano. El jardín estaba poblado de viejas esculturas de animales, en distintos grados de deterioro. Había toda clase de plantas profusamente mezcladas que prosperaban con tropical esplendor. La viejecita saltaba a derecha e izquierda cogiendo flores, y al final me las puso alrededor del cuello.
–Ya está; ahora estás vestido –me dijo, mirándome con la cabeza ladeada–. No nos gusta que entre la gente sin ir vestida. Personalmente, pongo mucho interés en mi arreglo; hasta puede decirse que soy un poco coqueta –se tapó la cara con su mano sucia y pequeña, mirándome a través de los dedos–. Sin malicia –murmuró–. Mi coquetería es totalmente inocente, y nadie puede decir lo contrario –tras estas palabras se levantó la falda una pulgada o dos, y le vi sus pies diminutos, calzados en unas botitas de gamuza–. Me han dicho que tengo unos pies muy bonitos; pero por favor, no le digas a nadie que te los he dejado ver...
–Señora –dije–; me han ocurrido un sinfin de contratiempos, y le agradezco muchísimo que me haya enseñado los pies más bellos que he visto en mi vida. Tiene usted unos pies pequeños como hojas de cuchillo.
Se echó a mis brazos y me besó varias veces. Luego dijo con gran dignidad: Intuyo que eres una persona de inteligencia excepcional. Me gustaría invitarte a que te quedaras aquí, conmigo. No lo lamentarías.
Así es como llegué a conocer a Arabelle Pegase. Jamás olvidaré sus ojos negros ni sus pies. Me llevó a un pequeño lago de su jardín y me invitó a beber. Aquel lago estaba rodeado de sauces que rozaban el agua clara. Arabelle contempló su imagen en la superficie.
–He llorado mucho, aquí –dijo–. Encuentro mi belleza realmente conmovedora. Durante noches enteras, he dejado desparramarse en el agua mi cabellera lujuriante, y he bañado mi cuerpo, diciéndole: Rival de la luna, tu carne es más brillante que su luz
. Y lo decía para complacerlo porque mi cuerpo tiene celos de la luna. Una noche te invitaré a verlo.
Temblando, miré el agua con atención.
Vi un grupo de pavos reales que pasaban por el otro lado del lago. Oí sus gritos roncos.
–Yo siempre llevo ropa interior de color azul pavo real –prosiguió Arabelle–. De seda, naturalmente; toda adornada con ojetes bordados. Los ojetes son para mirar; ¿adivinas... qué?
Yo negué con la cabeza. No sé adivinar
, dije.
Arabelle se cubrió la cara otra vez con la mano, ruborizándose como una adolescente.
–Pues... ¡mi cuerpo! –dijo–. Ellos lo miran de la mañana a la noche, ¿verdad que tiene suerte? –esta pregunta me turbó de tal manera que no pude contestar. Arabelle no se dio cuenta, y prosiguió–: Llevo un montón de enaguas de todos los tonos de azul y verde. ¡Y si vieras mis pantalones! Cada par es más bello que el anterior. Te hablo como artista, compréndeme; nada más que como artista. Tengo un vestido hecho enteramente con cabezas de gato. ¿A que es precioso? Si lo llegas a ver... en la época en que era el último grito.
Las sombras del anochecer, largas y azules, se volvían más densas a nuestro alrededor. La cara de Arabelle aparecía envuelta en una neblina como algunos paisajes en un día de verano. En algún lugar del otro lado del lago son una campana.
–La cena –dijo Arabelle, cogiéndome de repente del brazo–. Y no estoy vestida. Vamos corriendo; Dominique me va a regañar otra vez –tiró de mí sin parar de hablar.
–Es muy amable, Dominique; pero muy nervioso... Hay que tener cuidado con criaturas tan sensibles. Ha estado rezando toda la tarde y ahora tiene hambre; y vamos nosotros y llegamos tarde. Que el Señor nos asista.
Íbamos por senderos invadidos de musgo y de yerba. Llegamos frente a la casa: una gran mansión rodeada de esculturas y terrazas que descendían una tras otra en asombrosa confusión.
Cuando Arabelle abrió la puerta de la entrada, nos encontramos en un gran vestíbulo de mármol, adornado con árboles frutales que crecían por todas partes. Había una gran mesa en medio de la estancia, puesta para la cena.
–Voy a dejarte aquí un momento para cambiarme de vestido –dijo Arabelle–. Sírvete vino y pasteles mientras esperas –me dejó con una enorme garrafa de vino tinto y gran cantidad de ricos pasteles. Me serví un poco de vino; y estaba mirando tranquilamente a mi alrededor, cuando descubrí que no me encontraba solo: había un joven de pie, junto a mí, que me miraba con ojos hostiles. Tenía tal palidez que costaba creer que estuviera vivo. Estaba vestido como un sacerdote; como un jesuita, creo, y tenía la sotana manchada de comida y toda clase de suciedad. Su presencia me hizo retroceder involuntariamente.
–Explique su presencia –dijo, santiguándose–. No me gustan los desconocidos aquí. Aparte de que soy muy nervioso y le sienta fatal a mi salud –se sirvió un litro de vino y se lo bebió de un solo trago.
–No sé qué hago aquí –repliqué–. Noto la cabeza tan cargada que no puedo pensar bien, y todo lo que quiero es marcharme inmediatamente.
–No puede irse... ahora –dijo él–. No es el momento.
Me sentí desconcertado al ver las gruesas lágrimas que le resbalaban por las mejillas. “Le comprendo muy bien –prosiguió Dominique–. No crea que no sé qué busca en esta casa terrible; incluso he rezado por usted toda la tarde –vaciló; la voz se le estrangulaba de dolor–. He llorado mucho por su pobre alma”.
En ese momento apareció Arabelle Pegase vestida de la manera más extravagante, con plumas de avestruz, encajes y joyas, todo un poco sucio y muy arrugado. Se acercó a Dominique, le cogió la oreja entre los labios, y dijo: No me regañes, Dominique, cariño; me estaba poniendo guapa para ti
; y a continuación me pareció que se daba cuenta súbitamente de mi presencia, porque se echó hacia atrás de repente.
–Dominique es mi hijo pequeño –dijo–. El corazón de una madre es muy tierno.
–El jardín, está muy hermoso ahora –dijo–. Dominique, cariño, no sueño más que con pasear por el lago contigo –Dominique le lanzo una mirada de terror. Creí que iba a desmayarse.
–Estamos espiritualmente muy unidos, mi hijo y yo –dijo Arabelle, volviéndose hacia mí–. Y compartimos un gran amor por la poesía, ¿verdad, Dominique, cariño?
–Sí, madre de mi corazón –replicó Dominique con voz temblorosa.
–¿Recuerdas cómo jugábamos cuando eras niño, y yo me sentía igual de pequeña que tú? ¿Te acuerdas, Dominiquín?
–Sí mamaíta.
–Fueron maravillosos, aquellos días que pasamos juntos. Me abrazabas constantemente y me llamabas Hermanita.
Yo me sentía violento. Quería irme, pero era imposible.
–Cuando se tiene un hijo único –continuó Arabelle–, no se sueña con otra cosa.
A la luz de las velas vi de repente a una joven de pie junto a Arabelle. Había llegado silenciosa y misteriosamente. Era hermosa. Su vestido negro se fundía con las sombras que la rodeaban, y tuve la impresión de que su rostro flotaba en el espacio. Cuando Dominique la vio, le acometieron tales temblores que habría podido pensarse que se le iban a descoyuntar los huesos. De repente, Arabelle pareció viejísima. La joven miró a la madre y al hijo con fijeza. Se levantaron, y yo les seguí sin saber por qué. Finalmente la muchacha se dirigió a la puerta. Salimos al jardín y llegamos al lago, siempre en silencio. Vi el reflejo de la luna en el agua, pero me horrorizó comprobar que no había luna en el cielo: la luna se había ahogado en el agua.
–Veamos tu cuerpo hermoso –dijo la joven dirigiéndose a Arabelle.
Dominique profirió un grito y se desplomó en el suelo. Arabelle comenzó a desvestirse. Un instante después había un montón de ropas sucias junto a ella; pero seguía quitándose más, presa de una especie de furia. Finalmente se quedó completamente desnuda, y su cuerpo no fue otra cosa que un esqueleto. La muchacha esperó con los brazos cruzados.
–Dominique –exclamó–, ¿estás vivo?
–Lo está –gritó su madre. A mí me daba la sensación de que me hallaba ante un espectáculo que ya se había representado un centenar de veces.
–Estoy muerto –dijo Dominique–. Dejadme en paz.
–¿Está vivo o está muerto? –preguntó la muchacha con voz sonora.
–Vivo –gritó la madre.
–Sin embargo, hace tiempo que lo enteraron –replicó la joven.
–Ven; deja que te mate -chilló la vieja–. Deja que te mate por centésimo vigésima vez.
Las dos mujeres se abalanzaron una sobre otra y entablaron un lucha salvaje. Cayeron al agua sin parar de darse golpes atroces mutuamente.
–La luna es inmortal –gritó la joven con las manos alrededor del cuello de la vieja–. Has matado a la luna, pero la luna no se pudre como tu hijo.
Vi cómo la vieja iba perdiendo fuerza, y poco después desaparecía en el agua seguida de la joven. Dominique se desmoronó, con un suspiro, convirtiéndose en un montón de polvo. Me encontré solo en la noche sin luz.
Un periodo de 30 años de relatos de Leonora Carrington, la mayoría de ellos concebidos sin el designio de ser publicados, conforman el libro El séptimo caballo y otros cuentos (Siglo XXI). La serie de narraciones cortas fue escrita en francés e inglés desde finales de los años 30 hasta los años 70 del siglo pasado. Sus traducciones fueron revisadas por la propia autora. Una viejecita de hermosos pies pequeños protagoniza el texto que La Jornada reproduce con autorización del sello editorial