uego de la masacre de 27 jornaleros ocurrida el pasado domingo en el departamento de Petén, en el norte de Guatemala, y de la posterior declaratoria de estado de sitio emitida por el gobierno de Álvaro Colom, el mandatario responsabilizó ayer a integrantes de Los Zetas y a ex kaibiles (soldados de elite del ejército guatemalteco) por el multihomicidio.
Por otro lado, agentes ministeriales y de seguridad pública de Chiapas detuvieron ayer mismo a 513 migrantes indocumentados –410 guatemaltecos y un centenar más de otras naciones latinoamericanas e incluso de Asia– que viajaban a bordo de dos tráileres en condiciones infrahumanas
. Se trata, según informaron las autoridades ministeriales de la entidad, del mayor aseguramiento de indocumentados en una sola operación, y obliga a recordar los precedentes inmediatos de masacres de trabajadores centro y sudamericanos en el país –como la de hace unos meses en San Fernando, Tamaulipas– y los ominosos casos de colusión entre autoridades migratorias y grupos delincuenciales dedicados al tráfico de personas, como los propios Zetas.
Los hechos comentados ponen en perspectiva una severa involución de México en su proyección regional. En décadas pasadas, nuestro país logró forjar una reconocida tradición de asilo y hospitalidad hacia los refugiados –principalmente guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses– que huían de los escenarios de violencia y represión en sus lugares de origen. En forma paralela, México desempeñó un papel fundamental en la evolución política de Centroamérica y se erigió como factor de civilidad, de paz negociada, de respeto a los derechos humanos y de contención a los afanes intervencionistas de Washington en la región: recuérdese, por ejemplo, la declaración franco-mexicana sobre El Salvador (1981), la conformación del Grupo Contadora –antecesor del Grupo de Río– y las decisivas intermediaciones de la cancillería mexicana en los procesos de paz de El Salvador y Guatemala.
Hoy, sin embargo, las autoridades quedan exhibidas ante sus contrapartes centroamericanas en su incapacidad para hacer cumplir los derechos fundamentales a la vida y a la integridad física de los migrantes, y a ello se suma la evidencia de la expansión a otras latitudes de la región de fenómenos delictivos y organizaciones criminales que operan en territorio nacional. Es inevitable percibir una relación causal entre esta transformación trágica y lamentable y la profundización del modelo económico neoliberal adoptado abiertamente a partir de 1988 por el gobierno de nuestro país: a fin de cuentas, si el neoliberalismo pugna por una reducción extrema del Estado y la disminución de las facultades públicas en materia de política económica, industrial y comercial, es inevitable que ocurra otro tanto en terrenos como el institucional, el diplomático, el de control migratorio y el de la seguridad pública.
En la última década, por lo demás, y tras el cambio en la Presidencia de la República, este deterioro ha llegado a tal punto que el gobierno foxista intentó remplazar el papel de México como un referente positivo en la región con una sigla burocrática e insustancial –el Plan Puebla-Panamá–, y la administración actual ha prescindido incluso de eso.
La circunstancia descrita plantea una perspectiva indeseable para las naciones de Centroamérica –cuya población acusa, dentro y fuera de su país, los efectos nocivos inmediatos de tal regresión–, pero también para México: el deterioro estructural en su proyección internacional, aunado al auge delictivo y a las estrategias gubernamentales ineficaces y contraproducentes para combatirlo amenazan con deteriorar los vínculos que el Estado forjó, durante muchas décadas, con esas naciones vecinas, hasta el punto de convertirlos en un activo fundamental de la política exterior. Las relaciones diplomáticas formales podrán seguir desarrollándose hasta ahora con normalidad, pero para las sociedades de esos países no podrá pasar inadvertida la involución mexicana.