e ha desatado, en el ámbito público, un concertado y feroz ataque sobre todos los legisladores, políticos y partidos renuentes o, peor aún, con los opositores a las famosas reformas presentadas recientemente. La fiscal, por ejemplo, tan dilatada como trampeada, fue bautizada como la de mayor valentía
política. Incluía, una vez más, cobrar IVA a medicinas y alimentos. La supresión de privilegios quedaba sólo en una mención general. La llamada laboral, presentada al Congreso por doble vía, una panista y la otra diseñada por el priísmo. Ambas casi idénticas en sus afanes por precarizar, aún más, las condiciones, de por sí maltrechas, de los trabajadores. Y, de complemento, como de pasada, se pretendía introducir una serie de modificaciones a la seguridad nacional. Concepto ensangrentado, parcial con el poder, cruento para la vida democrática en varias naciones. Ninguna iniciativa prosperó en el Congreso. Las causales fueron varias, pero, en el fondo, el villano está por demás identificado por el panismo: E. Peña Nieto (EPN) y sus ambiciones de llegar a Los Pinos.
Los aliancistas, los modernizadores, los intelectuales independientes, los democratizadores al interior del sistema, son los adelantados en esta batalla contra los remisos a lo que llaman el cambio
. Son, queriéndolo o no, compañeros de viaje de los difusores bajo consigna que, con frecuencia, usa el oficialismo. Conjugan, al unísono, todo un complejo de ideas que juzgan, sin prurito que valga, de una altura indisputable, cancerberas de la verdad. Los esfuerzos y sacrificios que despliegan en sus opiniones atienden, con sospechas ciertas de otros muchos, al progreso y el bien común de los mexicanos. El monstruo (EPN), canturrean en concierto, estaba agazapado pero ya salió a descampado. Ya lo tienen en la mira de sus críticas implacables, terminales. Es el epítome del autoritarismo, el añejo priísmo irredento, ahora situado en Toluca. Ahí se atrinchera, ahora se sabe por sus voces cristalinas, todo un tinglado de cómplices, duro de roer, vacío de sustancia y apegado al dictado de la mercadología televisiva. Los nuevos priístas, dicen con gran desparpajo estos críticos, no han podido responder al llamado del progreso, a la actualidad que impone contestar la pregunta clave: ¿para qué se quiere llegar al poder? Y nada o poco se oye al respecto. Sólo falsos temores electorales afirman. Pero nunca apuntan a las causas eficientes de sus endechas, de sus pretendidos análisis concienzudos.
La furibunda y disolvente desigualdad que estos críticos modernizantes ayudan a procrear y mantener queda, claro está, ausente de la presente disputa. El descontento ciudadano prevaleciente y la enajenación social son ninguneadas con alevosía. Sólo las ambiciones electorales cuentan para ellos. Las reformas, sin embargo y a pesar de sus posturas optimistas, contenían modificaciones pensadas para afectar, con un ahínco perverso, las condiciones de vida de las mayorías. Afectaciones que caerían, con certeza indubitable, sobre el mermado estado de bienestar colectivo.
Pero tales consideraciones están fuera del alcance de tales aliancistas democratizantes, de los que se designan promotores del progreso a través de leyes acordes con la visión y los intereses de los de arriba. Bien se sabe que detrás de sus formales alegatos se esconden las prevenciones contra los reales cambios necesarios, indispensables para la justicia y viabilidad del país. Ninguno de tales conductores
de la opinión ciudadana habla de una reforma fiscal a fondo. Una que acabe con todos y cada uno de los privilegios de que gozan los grandes capitales y las grandes empresas. Han sesgado, o de plano ignorado, los reportes hechos por la Auditoría Superior de la Federación cuando precisó el monto pagado de ISR y de IVA por las 50 empresas que cotizan en bolsa. Las cifras ahí están sin que se quiera verlas: menos de 100 pesos anuales, por empresa y por cada uno de dichos impuestos. No les importa que, en conjunto, tan picudas empresas se apropien de 40 por ciento del PIB.
La reciente publicación del crecimiento desorbitado de la deuda externa tampoco inflama el espíritu crítico a los modernizadores. Saben, o sospechan al menos, que detrás de esas cuentas se agazapa una cruenta verdad. La deuda –interna y externa– se esfuma de su vista crítica; es, si mucho, campo de especialistas. Aunque, en efecto, ella revele los efectos perversos de la realidad de una fiscalidad subyugada por los beneficiados de siempre. Pocos, en cambio, intentan mesurar, comparar su servicio (intereses) con otras consideraciones, con otras actividades. Con el monto de gasto social, por ejemplo. O con el gasto total del gobierno y sus posibilidades de empujar el estado de bienestar. Si lo hacen, verán, con alarma creciente, las consecuencias del endeudamiento cabalgante del calderonato. Para 2009, el servicio de la deuda externa significó más de una tercera parte (36 por ciento) del gasto total del gobierno y bastante más de la mitad (62 por ciento) del social. La succión de recursos que hace la deuda impedirá, en medio de la forzada penuria del erario, que se canalicen los apoyos al crecimiento, a la salud, la alimentación o la vivienda, que tanto se demandan; sobre todo en vista a la violencia desatada por el crimen.
Otro de los aspectos, ciertamente ignorados por los difusores orgánicos del sistema prevaleciente, se descubre en los desbocados pagos a la burocracia dorada del sector central de la administración. Los panistas han sido manirrotos, clasistas a tal extremo que, según cuentas de C. Fernández Vega, en La Jornada, en cinco años de Calderón se habrán empleado un billón de pesos en compensaciones o prestaciones a sus elegidos correligionarios. Con estos inmensos agujeros presupuestarios y gastos superfluos exorbitantes, no puede alentarse un futuro prometedor; son, en concreto, serios obstáculos al desarrollo.