stoy seguro de que nuestros ancestros, los que vivieron en el siglo XVIII, se hubiesen sorprendido al observar las casas iluminadas con luz artificial. Lo mismo hubiesen experimentado quienes vivieron en el siglo XIX al escuchar cómo hoy hablamos por teléfono y todos nuestros antepasados se hubiesen maravillado con los automóviles, los aviones, las cirugías, las armas o los elevadores. Quienes nacimos antes de la época del Twitter, del iPhone, del Facebook o de las BlackBerry no imaginamos cómo los seres humanos integrarían a su cotidianidad esa parafernalia.
Esos cambios han modificado la calidad de vida y la esencia del ser humano. Los ejecutores de esos logros, y la mayoría de las personas que tienen acceso a esas bonanzas, tienden a pensar que la instrumentalización del ser humano, la manipulación del ambiente y la disección de las células devienen mejorías. Otros, incluso dejando al lado temas tan ríspidos como la justicia distributiva o la pobreza piensan distinto: no todo lo que vende o produce la ciencia y la tecnología es benéfico. Este grupo lo conforman personas interesadas en la ética. Ambos grupos saben lo mismo: la ciencia ha cambiando la vida y ha modificado al ser humano. Como siempre, cuando se habla de ciencia y ética, la pregunta central gira en torno a la pregunta siguiente:
¿Debemos hacer todo lo que podemos hacer? Entre más crece y ofrece la ciencia, más apremiante es la cuestión. En ética y en bioética no hay días vacuos. Basta revisar los periódicos para constatar el estado de la cuestión: energía nuclear y clonación, desertificación y reproducción in vitro, calentamiento de la Tierra y medicina personalizada, asesinato de focas y bebés a la carta
son algunos binomios del mundo de hoy y del mundo por venir.
Rebasados los modelos hegemónicos, y asfixiadas las ideas políticas y religiosas, las respuestas deben provenir de la ética y la bioética. ¿Es correcta la idea que sostiene que el ser humano es el cáncer de la Tierra? ¿Sigue vigente la sentencia homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre
? Ambas preguntas conciernen a la ética. Ambas respuestas se concatenan con el quid de este artículo: ¿debemos hacer todo lo que podemos hacer?
El embrollo es inmenso. Conforme la ciencia avanza sin cesar y posterga los dilemas éticos, la ética busca caminar al unísono con la ciencia, pero pocas veces lo logra. Dos ejemplos ilustran el embrollo. El primero se inscribe en el rubro, ética hacia la Tierra
. La tragedia de Fukushima es una catástrofe brutal. No es una calamidad. En las catástrofes las acciones de los seres humanos son, parcial o totalmente, responsables del suceso; en las calamidades la Naturaleza es la responsable, si acaso la Naturaleza tiene responsabilidades. Tal y como comentan los expertos, la decisión de construir plantas nucleares en zonas sísmicas es una resolución política. El terremoto y el tsunami fueron fenómenos naturales (calamidades) que acabaron con las vidas de miles de personas. La radiación proveniente de las centrales nucleares ha causado daños humanos y naturales y, seguramente, producirá muchas mermas más en el futuro. Los impulsores de las centrales nucleares no cavilaron en la cuestión, ¿debemos hacer todo lo que podemos hacer?
El segundo ejemplo proviene de la ética médica. El turismo de trasplantes
es una empresa en boga. Deja mucho dinero. Quienes lo fomentan, y, seguramente quienes participan en el proceso –médicos, enfermeras, hospitales–, deben agenciarse dinero rápido, abundante y fácil. Sabedores de la limitación de órganos en el mundo y de la urgencia de muchos enfermos para salvar su vida gracias a un riñón, un pulmón o un hígado, los vendedores de salud transportan a los receptores, usualmente europeos o estadunidenses a Turquía, Pakistán o China, donde un donador, nunca voluntario, dona
su órgano a cambio de una paga enjuta. El proceso viola las leyes elementales de la ética. Ninguno de los implicados pensó en los vínculos entre ciencia y ética y, ni por asomo, en la pregunta, ¿debemos hacer todo lo que podemos hacer?
Cómo debemos vivir
fue una de las grandes reflexiones de Sócrates. Esa idea debe responderse desde la ética: las personas deben guiarse por la razón, y tienen la obligación de valorar, y sopesar los intereses de las personas que pudieran verse afectadas por las acciones de quien las lleva a cabo. La imparable tecnología ha dotado al ser humano de saberes y aparatos otrora impensables, pero, al mismo tiempo, lo ha instrumentalizado y despersonalizado. La tecnología ha generado felicidad, ha prolongado la vida, ha mejorado las carreteras, ha creado nuevos medios de comunicación; sin embargo, la salud de la Tierra es cada vez más precaria. Además, es probable que el ser humano de las próximas décadas será distinto: la comunicación correrá por otras rutas y la Palabra, con mayúscula, decaerá.
Estoy seguro: nuestros ancestros se asombrarían de todos nuestros aparatos. Estoy también seguro: si la ética no logra modificar las conductas de quienes deciden el destino del ser humano y de la Tierra, las catástrofes se multiplicarán y el hombre atentará, cada vez más, contra sus congéneres.