Asesinos en masa y criminales de lesa humanidad, entre duques, reinas y Elton John
Sábado 30 de abril de 2011, p. 8
¿Qué diablos hacía Mohamed al Fayed en la abadía? Eso fue llevar el perdón cristiano demasiado lejos. A menos que haya comprado su boleto en eBay. La prensa del palacio insistió en que de hecho era el rey de Tonga en traje de levita (haría una buena segunda carrera como doble).
Fue una congregación variopinta, tal vez un poco escasa en ex primeros ministros. Duques, príncipes, algunos reyes, unas cuantas reinas. Elton John. Un generoso puñado de asesinos en masa y criminales de lesa humanidad. Pero, ¿de veras los agentes de seguridad registraron al príncipe de Arabia Saudita? Y esos fulanos de Corea del Norte, Zimbabue e Irán… Sus costumbres en los matrimonios son muy distintas de las nuestras. ¿Y qué tal si confundían la multitud con manifestantes pro democracia y abrían fuego con sus pistolas automáticas escondidas? Ellos y nosotros corrimos el riesgo; todo salió bien.
Porque ¿dónde quedaron los manifestantes pro democráticos? O fueron arrestados antes, o los acobardó este despliegue de poder de nuestra generalmente silenciosa mayoría.
Parecía haber un millón de personas en el Mall y otro millón más en las calles y parques. Gritando, sonando el claxon, cantando, silbando, aplaudiendo, ondeando banderas, sosteniendo pancartas. Banderas inglesas, banderines del príncipe de Gales, coronas de Burger King.
Dos bandas militares marcharon junto al mausoleo de la reina Victoria, militares pajareando en negras cabalgaduras arrancaron lágrimas a los monarquistas más sentimentales. Pronto las muchedumbres caminaron en silencio por el Mall. La plaza Trafalgar estaba repleta; Hyde Park, abarrotado en torno a las pantallas, y ni un alma respiró cuando en la transmisión se escuchó: “si alguien conoce alguna causa o justo impedimento…”
Dentro de la abadía tuvimos una de esas congregaciones de las ocasiones de Estado. Es un vistazo a esa otra Inglaterra que muchos daban por desaparecida. Duques en uniforme militar. Ribetes dorados, medallas y honores. Y todo contribuía a un argumento que los republicanos se ven impotentes de contestar: ¿de veras querrías a Gordon Brown como jefe de Estado?
La ceremonia también fue un poderoso recordatorio de otro mundo. Los clérigos hablaban de Dios como si de veras existiese… nadie esperaba eso. Y las palabras de la liturgia –amor, fidelidad, honor–: palabras privadas dichas enfrente de todos los conocidos más otro par de miles de millones en todo el mundo.
Fue conmovedor.
Y luego la familia real, en una secuencia de vehículos que marcaba la posición de cada quien en la jerarquía, pasó despacio. Comenzó con los recién casados en un coche abierto, seguidos por el carruaje de Cenicienta de la reina, con su corona en el toldo; luego su heredero –tenía que tener el coche con dorados bebés desnudos sonando trompetas–, luego los Rolls Roys tamaño lancha, luego un autobús, después algunos minibuses de lujo, y al final minibuses ejecutivos. ¡Beso, beso, beso!
¡Rayos, me lo perdí! (Estamos de nuevo en el palacio.) Me abrí camino detrás de la estatua de la Caridad para tener un mejor ángulo y me lo volví a perder. Pero la ovación fue suficiente.
Cielos, todo lo que hacía falta eran –no sé– Spitfires. Y llegaron los Spitfires. O más bien un Spitfire, un Hurricane y un bombardero Lancaster, toda una batalla de Gran Bretaña volando sobre la plaza Trafalgar, hasta el Mall y de vuelta, atronadores, sobre el palacio. Los jóvenes aplaudieron de nuevo. Fue demasiado para mí.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya