ace unos meses, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense, una colega mexicana, profesora de la UNAM, leía su tesis para obtener el grado de doctora en ciencias políticas. Hoy vive en el Distrito Federal y ejerce como docente. Sin embargo, durante todo el tiempo que duró la tutoría nunca me contó nada de lo que era una tragedia familiar en medio del proceso de elaboración de su tesis. Para mí fue una sorpresa que aquel día y frente al tribunal dedicase la tesis a su hermana, asesinada en Cuernavaca durante un fin de semana en el cual asaltaron la casa donde se hospedaba con una amiga. Los atracadores se llevaron algunas joyas y menos de 2 mil pesos, según me relató más tarde. Sin embargo, el asalto fue violento y con saña. Acribilladas a balazos, murieron su hermana y la amiga. A pesar del dolor y la rabia, había algo que no me era extraño. Su historia no es la primera que escucho en esta dirección. Hace siete años, en el Distrito Federal, la esposa de un colega fue abordada violentamente, mientras su coche frenaba ante un semáforo en rojo. Los asaltantes se introdujeron en el vehículo y la obligaron a ir a su domicilio. Allí, secuestrada y secuestradores esperaron a que llegara su marido. La negociación duró toda la noche, pero hubo acuerdo. A la mañana siguiente uno de los atracadores se quedó con la mujer y otro acompañó al marido al banco. Le desvalijaron las cuentas y de paso se quedaron con el coche. Conseguido el objetivo, se fueron no sin antes decirles: somos profesionales, no los vamos a matar, sólo sigan nuestras órdenes
. Podría seguir narrando historias como éstas, pero tampoco se trata de ello. Sin embargo, todas tienen algo en común: la violencia y la mala fortuna. Estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. A todos les puede tocar, nadie está exento de verse en una situación como la enunciada. Esta parece ser la máxima que anida en la mente de la mayoría de los ciudadanos que pueblan las ciudades en México hoy día. Una especie de pesimismo avalado por los hechos. Ni modo, será que hay que vivir con ello. Familias destrozadas, viudas, huérfanos y vidas tempranamente cercenadas en medio de una ley de la selva es la estela que deja la violencia tan absurda como desmedida. Una pérdida de confianza se une a la desazón que produce la inoperancia de las fuerzas de seguridad del Estado. También víctimas, cuando no cómplices. El virus del narco, el dinero fácil, la buena vida y la impunidad son parte del atractivo de convertirse en transgresores de la ley desde dentro. Por eso el sentimiento de rabia, el sentirse desprotegido, se ha transformado en protesta generalizada. Así, son muchas las razones para dar legitimidad a la expresión acuñada por el poeta Javier Sicilia tras el asesinato de siete personas, entre las cuales estaba su hijo, Juan Francisco. ¡Que se larguen!
Hoy, la frase es símbolo para todo mexicano bien nacido que pide responsabilidades y justicia. México ha sido secuestrado por plutócratas, gente sin honor, palabra y dignidad. Con un desprecio hacia la democracia y un odio profundo a su pueblo. En este contexto, el ¡ya basta!
enarbolado durante el alzamiento zapatista sigue mostrando toda su vigencia. Ya no es políticamente correcto callar los asesinatos múltiples, el tiro en la cabeza, por la espalda y en medio de la calle, en nombre de los buenos modales. Hacerlo nos acerca a la sumisión y la idiotez.
Hoy se vuelve necesario denunciar un poder político ilegítimo, tanto por origen como por sus métodos. La muerte en manos de sicarios se ha instalado como la fórmula perfecta para mantener el poder. La unidad de intereses y acción entre una élite política corrupta y el crimen organizado pasa factura. Se compran cargos públicos. Diputados, senadores, gobernadores, alcaldes, concejales, jefes de policía, periodistas, académicos, jueces, abogados, fiscales o deportistas. Nada se detiene a su paso. Todos son posibles de corromper y tienen su precio, están a merced de las bandas de narcotraficantes y la mafia. Pero con decirlo seguramente no estoy descubriendo nada nuevo al lector. Siempre ha existido una relación entre el poder político y la mafia. Lo realmente novedoso es la subordinación de la política a los intereses del crimen organizado. Las decisiones sobre megaproyectos, concesiones urbanísticas o privatizaciones no se toman en el parlamento; se hace en yates de lujo, mansiones ideadas para el latrocinio y casas de prostitución. Allí, en medio de orgías, donde los invitados se atiborran de coca, alcohol y sexo, se sellan los pactos para gobernar. Hoy es necesario explicar la relación entre los intereses de los llamados cárteles de la droga y los detentadores del poder político para comprender las formas que adopta la violencia.
Ciudad Juárez. Jóvenes violadas y descuartizadas engrosan la lista de lo que más tarde se convertirá en feminicidio, nombre acuñado para una realidad a la que el Estado no quiere hacer frente. Le vuelve la espalda y habla de reyertas callejeras, ajuste de cuentas entre bandas y drogadictos. Pero la realidad es otra. Naciones Unidas y Amnistía Internacional hablan de acciones premeditadas de grupos organizados en trata de blancas y esclavitud infantil. Los datos son terribles. Entre 1993 y 2002 hubo más de 400 mujeres mutiladas y asesinadas. Y sólo entre 2009 y 2010 la cifra se elevó a 423. Según Marcela Lagarde, perteneciente a la Red de investigadoras por la vida y la libertad de las mujeres, habría más de 10 mil mujeres y niñas en la primera década del siglo XXI muertas por violencia de género. A ese dato hay que sumar la edad de las víctimas, que según el Observatorio Nacional del Feminicidio oscila entre 21 y 40 años en más de 50 por ciento de los casos.
Siento un profundo cariño y amor por México, su pueblo y sus luchas, y por ello me adhiero, desde el respeto, al llamado del poeta Javier Sicilia, desde Madrid, elevando mi voz y declamando: ¡Que se vayan!
México no merece ser gobernado por una panda de crápulas cuyo único fin consiste en matar a sus mejores hijos. Por ello me duele México.