Opinión
Ver día anteriorMiércoles 20 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Salud de la nación
L

as baterías críticas del país se han enfocado, en su casi totalidad, sobre el Ejecutivo federal y su declaración de guerra al narcotráfico. La figura del Sr. Calderón ocupa, claro está, el sitial preferente en la discusión o, más bien, en la disputa por las opciones presentes para las factibles salidas a la crisis de salud que se padece. Sobre su persona recaen las peticiones, los gritos, los alaridos o las consignas que exigen detener la sangría entre los mexicanos. No más sangre derramada, claman por todos los confines. Un cambio de estrategia (si la hay) que lleve a la tranquilidad o, al menos, a un margen aceptable de justicia y paz.

La ansiada luz al final del túnel no aparece por lado alguno. La angustia colectiva derivada de tal oscuridad es ya una densa, pesada realidad que todo lo abarca y contamina. Un día sus efectos se ciernen sobre la marcha de los negocios, en la insuficiente creación de nuevas empresas, en las inversiones inestables o en el crecimiento negado. En otras se encajonan en la descomposición social, en la falta de oportunidades para la juventud, en la ausencia de expectativas para llevar una vida normal y tranquila. Las instituciones mismas resienten el golpeteo de la incredulidad y la falta de confianza se generaliza. El alma misma de la nación parece tocada, trastocada, sin bálsamo que la conforte o le cure las heridas. La búsqueda de un núcleo capaz de conjuntar las energías, ahora dispersas y encontradas, se torna tarea que se agota en sí misma o se vuelve redundante. Las correas de transmisión laterales, para arriba o hacia debajo de los distintos grupos sociales se han atascado. No circulan ni se robustecen las fuerzas que podrían recuperar la alegría, canalizar las ganas de progreso, apreciar los esfuerzos y dar certidumbre para el mañana. En pocas palabras, la salud de la nación se tambalea y no haya reposo.

Centrar la crítica en las habilidades del Sr. Calderón para gobernar al país, es ya, tiempo perdido. Pruebas de sus incapacidades se han dado con suficiencia. Poco, en cambio, se ha dicho de las demás fuentes de responsabilidades que han hecho posible este estado de cosas tan deplorable que nos circunda. La lección que brindan los sucesos trágicos de la actualidad no ha sido trabajada con visión envolvente, pormenorizada, bien cimentada en información dura, constructora de escenarios alternos. El poco aprecio por la vida democrática es una verdad que no requiere demostración, pero que de ahí se deriva un cúmulo inmenso de consecuencias negativas para toda la vida organizada. A cada paso se le trampea, se le desvía, se le contradice con cinismo rayano en la desvergüenza. A las elecciones se va armado hasta los dientes de subterfugios y mecanismos ilegales que las tornan ejercicios inertes, incapaces de soportar una aceptable o funcional legitimidad. Ese centro neurálgico emanado de la voluntad ciudadana, sostén de cualquier ejercicio legítimo del poder público. Los partidos, en cambio, se atrincheran en sus propios feudos y se enfrascan en pleitos por el escalafón, por el coto de influencia y el reparto faccioso del botín. Sus horizontes quedan entonces cercenados, no atisban hacia fuera ni penetran las urgentes necesidades de los ciudadanos. Sus miras a lo largo son cortas y no pueden diseñar ofertas atractivas realizables, fincadas en las necesidades y aspiraciones de la gente. Pero también los votantes tienen su lugar en este despeñadero. En muchos estados no se cansan de votar por el conocido, aunque sea probadamente malo. Tamaulipas es un caso espectacular en su enfermiza monotonía partidaria.

¿Cuál o cuáles serán las consecuencias de que una televisora imponga a un candidato y trate de llevarlo, a golpes de imagen y frases huecas, hasta la Presidencia de la República? La apuesta que hizo Televisa al apadrinar, día con día, a Peña Nieto cae muy por fuera de sus capacidades y derechos. No podrá manejar las consecuencias de tal aventura. Si logra su cometido será, después, la directa responsable de otra Presidencia incapaz de gobernar con independencia y en beneficio del pueblo. Si fracasa en el intento quedará a merced de los rivales ofendidos. Las penalidades inherentes a su indebida intromisión en la lucha por el poder son y serán mayúsculas. En todo caso, el fenómeno mismo es un síntoma del estado que guarda la vida democrática en México. No se trata de un medio de comunicación que toma, abiertamente, partido por uno u otro aspirante, una u otra postura ideológica. Aquí se dirime, en efecto, la legalidad, la legitimidad de una concesión pública para asociarse, en lo oscurito, con un aspirante, tratar de imponerlo como candidato y hacerlo su presidente. Una tarea por demás ingrata para la democracia.

Pero quizá el modelo de acumulación concentrada de la riqueza, vigente en el país, sea el que concita la mayor de las responsabilidades por lo que ahora acontece en la nación. Las grotescas desigualdades que provoca se ramifican en incontables formas que infectan el cuerpo colectivo, el familiar y el individual de los mexicanos. ¿Cómo surge y se desarrolla un delincuente como el Sr. Kilo, capaz de matar a tantos indefensos viajeros? ¿De dónde salió el tristemente famoso Pozolero? ¿Qué impulsa a tantos miles de jóvenes a la vida loca del crimen? ¿Hasta cuándo se pondrá orden, paz, tranquilidad y se tendrá la seguridad ansiada?