ras la decisión del Tribunal Supremo de España de iniciar un nuevo proceso contra el juez Baltasar Garzón, acusado de haber grabado en forma ilícita las conversaciones que sostuvieron en la cárcel los principales implicados en el proceso sobre corrupción conocido como caso Gürtel –robos al erario por más de 120 millones de euros, cometidos por funcionarios pertenecientes al derechista Partido Popular, PP–, el Consejo General del Poder Judicial ordenó la suspensión cautelar del acusado. Garzón está está sujeto, además, a otros dos juicios: uno, por haber dado curso a un proceso en torno a los crímenes cometidos por la dictadura franquista, y otro más por haber realizado cobros, supuestamente prohibidos, a la Universidad de Nueva York, en donde dictó una cátedra en 2005, cuando se encontraba de licencia de su plaza en la Audiencia Nacional.
Ciertamente, en su desempeño como titular del Juzgado Central de Instrucción número 5, Garzón ha exhibido aspectos oscuros, especialmente por sus excesos y atropellos en la persecución de medios y organizaciones independentistas vascas. Paradójicamente, no se le ha llevado al banquillo de los acusados por esos episodios cuestionables, sino por acusaciones ridículas, inverosímiles y aberrantes, como la de cobrar honorarios académicos, la de pretender juzgar, en su país, crímenes de lesa humanidad –como lo hizo, sentando importantes precedentes, contra cabecillas de las dictaduras militares chilena y argentina– y la de investigar a políticos y funcionarios corruptos involucrados en el caso Gürtel.
La actuación de los máximos organismos judiciales españoles en ese último caso es, con mucho, la más grotesca, toda vez que se ha actuado contra quien sacó a la luz el caso –el portavoz socialista valenciano Ángel Luna, ya absuelto– y contra quien inició la investigación correspondiente –el propio Garzón– antes que contra los presuntos implicados en los delitos cometidos: lavado de dinero, fraude fiscal, cohecho y tráfico de influencias. Hasta la fecha, sólo se ha procedido penalmente contra tres de cerca del medio centenar de involucrados en esa vasta red de corrupción que se extendió por Madrid, Valencia, Galicia y Castilla y León, entre los cuales figuran el presidente de la generalitat valenciana, Francisco Camps, varios diputados populares del PP, el tesorero de ese partido, varios alcaldes y un yerno del ex presidente José María Aznar.
Tal distorsión de la justicia se explica, en parte, por el predominio de la derecha posfranquista en las instituciones judiciales de España, pero también por una sostenida presión mediática que encabeza COPE, el emporio radial propiedad del clero católico, orientada a minimizar los daños que el caso Gürtel ha causado a la derecha política y a sus círculos empresariales afines, y a criminalizar a quienes dieron curso a la investigación de las corruptelas.
El caso permite, al fin de cuentas, percibir la precaria condición de la modernidad democrática española, así como la persistencia de una derecha autoritaria, antidemocrática y corrupta que desciende, en línea directa, de la dictadura de Francisco Franco.