yer, tras una noche de ataques aéreos lanzados por las fuerzas armadas de Francia contra la residencia de Laurent Gbagbo, una columna de tanques franceses puso cerco a la edificación y cubrió a un grupo de fuerzas especiales que arrestó al ex mandatario y lo entregó al movimiento rebelde de Costa de Marfil. El episodio resulta inaceptable, pues deja ver en toda su miseria la intromisión de la ex potencia colonial en el conflicto interno que desgarra al país africano y, por extensión, la arrogancia imperial con que Occidente se comporta en África, como ocurre en Libia en el momento presente. En vez de procurar la solución de los conflictos internos que sacuden a varias de las naciones de ese continente, estadunidenses y europeos se conducen como depositarios de un poder que nadie les otorgó; de hecho, la mayor parte de las naciones de África han debido protagonizar, contra la férula colonial, arduos y cruentos procesos de liberación nacional para conquistar su independencia.
La intervención de París no es, por otra parte, garantía de que la guerra intestina en Costa de Marfil vaya a resolverse; por el contrario, la incursión militar francesa ha provocado ya la furia del sector de la población que respalda a Gbagbo y, en esa medida, ha dado combustible para la continuación del conflicto.
Para colmo, el golpe de mano ordenado por Francia contra el derrocado mandatario no puede ostentar la coartada de la democracia y los derechos humanos, pues los dos bandos locales –el de Gbagbo y el del presidente electo reconocido por Occidente, Alassane Ouattara– son, de acuerdo con reportes de organismos humanitarios internacionales, responsables por graves y masivas violaciones a tales derechos: mientras al grupo del gobernante depuesto se le acusa de haber asesinado, en marzo pasado, a un centenar de combatientes fieles a Ouattara, se responsabiliza a las tropas de éste por haber quemado una decena de pueblos alineados con Gbagbo, asesinar a cientos de civiles y violar a una veintena de mujeres y niñas en el oeste del país.
Así pues, la injerencia militar francesa no ha reducido la barbarie del cruento conflicto tribal; simplemente, ha dado respaldo de blindados y fuerza aérea a una de las barbaries.
Al igual que en Libia, y antes en Afganistán e Irak, la doble moral europea ha quedado exhibida, en suma, en la martirizada Costa de Marfil. El episodio hace ver la urgencia de exigir a las naciones occidentales más contención y buena voluntad ante los conflictos que desgarran a varias naciones de Asia y África, y menos entusiasmo por el uso de la fuerza militar; más y más consistente ayuda efectiva para el desarrollo, y menos bombardeos; más sentido de la responsabilidad nacional y conciencia de la legalidad internacional, y menos injerencias armadas, tan inescrupulosas como ineficaces; más propósitos de solidaridad y menos cálculos geopolíticos mezquinos; más diplomacia y menos fuerzas de operaciones especiales. El envío de fuerzas expedicionarias a países de África, Asia y hasta Latinoamérica, decidido cada vez con menos reparos en la legalidad, constituye un agravio de difícil superación y propicia rencores que, a la postre, se vuelcan contra Occidente mismo.
Parece ser, en fin, que ni Estados Unidos ni Europa han aprendido gran cosa de los ataques perpetrados en Nueva York y Washington hace casi una década ni de las desastrosas guerras lanzadas, en supuesto afán de venganza y prevención, por el gobierno de George W. Bush.