arlos Montemayor me preguntó, no sin mostrar su asombro y su curiosidad, durante la presentación de Castillos en el infierno, en 2006, por qué le dediqué esta novela. Eran tantos los motivos que balbucí una vaguedad sobre las afinidades electivas. Un equívoco pudor, y mi alergia al florilegio de elogios mutuos que más engañosos parecen entre más se expresan, me impidió decir en público, y en privado, la deuda que tenía con él.
Montemayor no prometía: pasaba al acto. Me ayudó en momentos cruciales. Bastaban dos frases de mi parte para ser, de inmediato, comprendida por él. No me veía obligada a circunloquios, las frases ambiguas con que trata de ocultarse la petición que se solicita. Carlos no buscaba agradar, hacerse querer, con su actitud. Su carácter era, ante todo, viril.
Pero le debo ante todo la lectura de su novela Guerra en el paraíso que hizo el favor de enviarme a París. Yo acababa de terminar la primera versión publicada, en Canadá, de Castillos en el infierno, con el título King Lopitos. Al leer su novela y percibir los vasos comunicantes entre la de Carlos y la mía, decidí dedicarle este esbozo y la novela definitiva publicada por Alfaguara (agotada).
Algunos meses antes, durante una conversación en la terraza del bar del Louvre, me había relatado una anécdota de la que me hizo el regalo: un campesino indígena, agonizante, vio venir a él un grupo de personas sonrientes que lo acogían entre ellos; pudo recordar que ya habían muerto aunque él los viera vivos, en carne y hueso. Logró despedirse de ellos y los vio alejarse dejándolo otra vez con su soledad.
Pasó otro anochecer a casa, en París. Traía el texto que sirvió de prefacio a la redición de mis novelas Ayer es nunca jamás y Gloria, en Lecturas Mexicanas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Su generosidad era a la vez elegante y lúcida. No satisfecho con el regalo que me hacía, nos dio un verdadero concierto cantando a capela a Jacques Bellefroid y a mí. Un vecino ruso, músico de profesión, nos preguntó sonriente si recibíamos a Plácido Domingo. La poderosa voz de Carlos había resonado en todo el jardín y el edificio. Salimos después a caminar al borde del Sena a la noche eterizada como un paciente sobre la mesa para dejar al viento hablar/ ése es el paraíso.
En diciembre, durante mi pasado viaje a México lo llamé por teléfono. Bromeó con Jacques, a propósito del Premio Nacional, conmigo rió sobre otras cosas. Quedamos de comer en La Coyoacana, en recuerdo de La Guadalupana, donde habíamos comido, con Bellefroid y la compañera de Montemayor, la risueña Susana de la Garza, albóndigas en salsa verde escogidas por Carlos, pero donde ya está prohibido fumar. Pospuso nuestra cita días después a causa, me dijo, de una gripe. Traté de despedirme de él el 15 de febrero. Quería entregarle en sus manos la traducción al francés de Castillos dedicada a él.
Días antes había desaparecido Esther Seligson, con quien me unió la complicidad durante el año cuando fuimos becarias del Centro Mexicano de Escritores: éramos las dos mujeres del grupo. Podría relatar anécdotas picarescas, para no decir picantes, entre ella y yo.
Recuerdo la mesa larga: en su cabecera a Francisco Monterde, a la derecha suya Juan Rulfo, a la izquierda Salvador Elizondo. Los demás escogimos lugar a nuestro antojo. Montemayor al lado de Rulfo hacía observaciones constructivas y benevolentes sobre los textos de los otros becarios; Esther, en el esplendor de su belleza, junto a Elizondo: sus poemas trasparentaban ya sus búsquedas en el esoterismo; del mismo lado de la mesa, el antropólogo guatemalteco Carlos Navarrete, quien no dejaba de estremecernos y arrancarnos la risa; frente a él, Carlos Mata, el cual no ocultaba su pasión por el deporte; entre Mata y yo, José Emilio Pacheco; quedé, sin buscarlo, más bien por una orgullosa timidez, en la otra cabecera: nadie se atrevió a escogerla. La suerte eligió.
Queda en memoria esta fotografía de grupo de 1969.