l estadunidense Oliver Wendell Holmes argumentaba con gran fervor, en el siglo XIX, que todo lo que existe en la naturaleza se hacía visible para la cámara
por lo que hasta los más diminutos detalles incidentales, imperceptibles para los observadores dentro de la misma escena, saldrían a la luz gracias a la fotografía. También pensaba que la fotografía perfecta era prácticamente inagotable.
En las décadas de 1830 y 1840, las revistas periódicas en Europa, que competían por captar a los lectores, se esforzaban por ofrecer elementos de diversidad que entretuvieran y les ganaran el favor de sus suscriptores. En México, el italiano Claudio Linati, introductor de la litografía al país, ya por allá de 1826 publicó algunos figurines de modas en El Iris –periódico dirigido al bello sexo– que fundó con el poeta cubano José María Heredia y el italiano Fiorenzo Galli.
La inclusión de imágenes fotográficas en la prensa mexicana ya había hecho su aparición en las páginas de México Gráfico a inicios de la década de 1890. Pero realmente la fotografía adquiere relieve en la prensa nacional gracias al trabajo de industrialización del periodismo que realizó el empresario Rafael Reyes Spíndola, dueño de El Imparcial y de El Mundo, Semanario Ilustrado que luego se convirtió en El Mundo Ilustrado. El empresario compró prensas rotativas de gran tiraje en 1896 y empezó a utilizar la técnica de medio tono con linotipos alemanes.
Pero las imágenes fotográficas de sucesos de actualidad, sobre todo como las guerras, circularon en Europa desde los años 50 del siglo XIX, aunque no fuera en la prensa. La circulación de este tipo de materiales documentales
, aunque generalmente aceptada como verdadero reflejo de una realidad terrible
, sí elevó algunas dudas sobre los usos de hechos políticamente controversiales, como la Comuna de París en 1871. Difusión y crítica fueron, pues, dos elementos cruciales en la circulación de las fotografías a las que se sumaron preguntas sobre la posibilidad de alteración y por ende de manipulación de los receptores. Las imágenes falsificadas de las atrocidades de los Communards marcaron el final de una era en la que se creyó ciegamente en la verdad manifiesta en la fotografía. Gracias a esta suspensión de un principio de veracidad incuestionable, las fotografías que vemos hoy no necesariamente están construidas para reflejar una realidad objetiva impoluta, sino más bien para comunicar una perspectiva personal sobre una serie de actos y ocurrencias de orden cotidiano, mediados por el muy peculiar punto de vista personal de los fotógrafos. Una mirada propia compartida con otros sobre múltiples realidades que afectan, y no, a quien opera la cámara.
Y es en esta historia de hacer que la fotografía nos hable del mundo
que se inserta este libro que hoy presenta el periódico La Jornada con 25 años de labores. Y está presente una amplitud temática que se agradece: desde las notas políticas, los retratos, la vida cotidiana, el rock y los actos culturales con sus personajes, los desastres, las manifestaciones, marchas, choques con la policía, asaltos, intelectuales y escenas furtivas de las más variadas. Como para toda antología, se ha tenido que hacer una selección y ésta responde a los criterios de un equipo, un jefe del mismo y una agenda particular que no dejará a todos contentos por más incluyente que se haya propuesto ser. La proporción de participación por género es de 35 fotorreporteros por ocho fotorreporteras, cifra que nos lleva a preguntarnos qué es lo que marca la participación de las fotógrafas en la prensa. La calidad y diversidad de las fotografías de dos de ellas, Elsa Medina y Frida Hartz, quienes aparecen reiteradamente en la compilación, nos fuerza a afirmar que no es un problema de falta de oficio, mérito compositivo, visual o incluso de arrojo o talento, sino que seguramente otra problemática de género plaga aún al fotoperiodismo mexicano.
Están las imágenes más canónicas de Elsa Medina como la de los migrantes cruzando la frontera de 1987. Y eso nada más para iniciar. También hay una amplia selección de imágenes del propio Fabrizio, en su sentido más desgarrador, como la de la terrible explosión en San Juanico de 1984, o jocoso-mordaz como la que toma in fraganti de los cuernos que Eduardo Pesqueira pone al aún no presidente Carlos Salinas. En una plana completa tenemos la Torre Latino que emerge solitaria entre los escombros del terremoto de 1985, que Andrés Garay fotografió con tan excelente resultados por la extrañeza que nos genera porque parece un fotomontaje vanguardista de John Heartfield de los años 30.
El trabajo de Pedro Valtierra luce en particular con dos de sus mejores imágenes, los mineros desnudos de la Compañía de Real del Monte, y la indígena que golpea en el pecho a un militar en X’oyep. Marco Antonio Cruz tiene también varias intervenciones en este volumen, como la maravillosa imagen de la Torre Latino y una mujer caminando que vemos en el reflejo de un brillante charco en la Alameda central. Las imágenes de la actividad cultural quedan bien presentadas a través de las fotografías de Fabrizio. El trabajo de Arturo Guerra luce mucho, en particular la Muerte a Caballo del Teatro Campesino, así como el retrato del trágicamente desaparecido director de orquesta Eduardo Mata.
Imágenes para recordar, disfrutar y sufrir de nuevo, pero sobre todo para reconocer el trabajo de quienes con sus miradas personales han sido nuestros ojos al mundo por 25 años
La vida cotidiana no escapa a la lente, y un intrépido clavadista de Pantitlán desafía la gravedad en el instante decisivo en que lo congela en el aire para siempre la lente de Francisco Mata Rosas (1989), imagen que es seguida por las líneas verticales, ordenadas y rítmicas de enfermeras marchando el 16 de septiembre de 1990 y que revelan la ya compleja capacidad de Mata Rosas para la composición y el encuadre. A estas alturas, quien hojeando el libro aún piense que documentación y composición están peleadas no ha entendido nada.
Raúl Ortega captó el 19 de septiembre de 1990 a Porfirio Muñoz Ledo, Raúl Bejarano, Cuauhtémoc Cárdenas y a Super Barrio en una marcha, justo en el momento en que un niño estrecha la mano al ingeniero Cárdenas. Los rostros de esta primera fila miran al pequeño con tanta atención que pareciera que están cerrando un trato de Estado.
Raúl Ortega captó ese mismo año a un titánico trabajador de la Central de Abastos mientras acomodaba cajones de madera en la edificación de una ciudad que nos recuerda los escenarios de películas futuristas ominosas.
Rufino Tamayo aparece en una imagen de Rogelio Cuéllar posando en medio de un universo de su factura con lo que se honraba su apoyo a la fundación de La Jornada, y se lamenta también su muerte en 1991.
Antonio Turok, Raúl Ortega, Carlos Cisneros y Araceli Herrera narran el resultado del nuevo amanecer que el ‘94 trajo con la presencia del EZLN. Nuevos nombres aparecen en las secciones dedicadas a la segunda mitad de los 90: Guillermo Sologuren, Duilio Rodríguez, José Antonio López, Carlos Ramos Mamahua y Víctor Mendiola.
El relevo generacional se aprecia en la publicación con mucha discreción y con una suerte de transición que además nos lleva por las transformaciones del país. Los rostros de los protagonistas cambian también y los colores ingresan a las páginas de La Jornada; en este libro lo hace de la mano de los zapatistas para revelar el significado cromático real en la frase un mundo donde quepan muchos mundos
, como si el reconocimiento a nuestros severos problemas de racismo se hiciera ahora manifiesto con mayor fuerza gracias a la innegable contundencia del color que nos permite apreciar las gradaciones que señalan las degradaciones sociales.
Es muy curioso que la Torre Latinoamericana sea en este ejercicio de revisión de 25 años de labores un elemento icónico persistente, como el escenario de una montaña en cuyas faldas se despliegan los dramas abstractos de los cambios de un país, como lo vemos en la composición tan atinada y sugerente de María Meléndez para la entrada de las imágenes de 2002. Y el color introdujo una nueva realidad en La Jornada.
Los contenidos son indiscutiblemente interesantes y los textos que los acompañan nos recuerdan y refrendan estos hitos cotidianos que ahora ya son historia.
Atendamos por último el más complicado asunto de la forma. ¿Se puede realmente armonizar un conjunto de imágenes fotográficas con sus textos explicativos a manera de un ejercicio editorial pulido y atractivo? ¿Qué nos dicen ya hoy estos nuevos juegos de puesta en página
? Hay en la selección y la organización de las fotografías en las páginas un trabajo editorial que es muy afortunado en algunos casos, donde las fotografías dialogan por su contraposición formal, o por sus contrastes o sus empatías, pero que en otros el equipo editorial parece haber perdido el deseo de armonizar. Se descubren sin duda las disyuntivas: ¿qué privilegiar? ¿las calidades estéticas de las fotografías? ¿la relevancia de su tema? ¿la importancia de construir una narrativa que refleje el acontecer del país en el periódico durante el año trabajado? Y esto es lo que tenemos que tener presente cuando vemos detenida y críticamente esta publicación y tratemos de entender cómo está construida.
Hacerlo no implica que justifiquemos la falta de prolijidad en la impresión, tampoco que queramos encontrar los pintitos en el arroz
, sino que tomamos en seria consideración que una labor tan compleja como la de hacer visible al mundo
no puede de ninguna forma juzgarse a partir de este ejercicio de recopilación nada más. Su mérito es que se nota un trabajo crítico y cuidado de selección que ha tratado de combinar una serie de prioridades y variables y que pone ahora en nuestras manos La Jornada, para que recordemos, disfrutemos y suframos de nuevo, pero sobre todo para reconocer el trabajo de un grupo amplio de productores de fotografías que con sus miradas personales han sido nuestros ojos al mundo por 25 años.
* Deborah Dorotinsky Alperstein, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
Texto leído durante la presentación del volumen publicado por La Jornada.