esde hace un par de semanas se ha difundido información procedente de fuentes de segundo o tercer nivel de las instituciones de seguridad pública acerca de una transferencia del mando, en Ciudad Juárez, de los militares a la corporación policial federal y se ha hablado incluso de la salida
del Ejército de las operaciones de combate a la delincuencia organizada en curso en esa ciudad fronteriza. Ayer, en Washington, el embajador de Estados Unidos en nuestro país, Carlos Pascual, dio formalidad a ese giro en la estrategia oficial, que consistiría en introducir a la Policía Federal, que tiene todas las capacidades legales, y ponerla en ese primer lugar en la lucha contra los narcotraficantes
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Dos elementos de contexto insoslayables de tales informaciones son, por una parte, el incremento de violaciones a los derechos humanos que se imputan a los efectivos castrenses y, por la otra, la incapacidad de las fuerzas regulares –policía y Ejército– para poner un alto, o al menos atenuar, la escalada de muertes, combates, secuestros y extorsiones que azota a Ciudad Juárez.
Lo cierto es que, hasta ahora, la opinión pública nacional no dispone de información oficial clara y precisa sobre las líneas de acción del gobierno federal en la convulsionada urbe chihuahuense. La confusión resultante no es precisamente un factor de tranquilidad para una sociedad que, a raíz de las acciones gubernamentales contra la delincuencia
, se ha visto hundida en una espiral de violencia que hasta hace pocos años habría resultado inimaginable. Las cifras son concluyentes: más de 16 mil muertos en lo que va de la administración calderonista, más de 2 mil 500 de ellos en Ciudad Juárez, donde han tenido lugar, en los 25 días transcurridos de este año, cerca de un centenar de asesinatos.
Debe recordarse, además, que diversos sectores y actores sociales han señalado la improcedencia de emplear a las fuerzas armadas en tareas que constitucionalmente no les corresponden, como son las operaciones policiales, y que pese a ello el poder público se ha empecinado en involucrar a los militares en una guerra
que lo es, sin duda, a juzgar por el elevadísimo número de bajas, pero cuyos propósitos y bandos cada día están menos claros. Entre las objeciones están las inevitables vulneraciones a los derechos humanos que trae aparejada la presencia de soldados convertidos por orden administrativa en policías, la descomposición a la que se somete a los institutos castrenses cuando se les pone a combatir el crimen y, en términos más generales, la inutilidad de querer erradicar únicamente por medio de la fuerza armada fenómenos delictivos que tienen raíces profundas en las problemáticas social y económica, agravadas por la crisis actual y por la manera inepta y triunfalista con que se le ha hecho frente.
En tales circunstancias, es reprochable que si en Ciudad Juárez el gobierno federal decidió dar marcha atrás en el empleo de las fuerzas armadas –decisión que sería, en principio, saludable–, se abstenga de enterar a la sociedad sobre los motivos de tal decisión. La omisión es doblemente agraviante si se considera la insistencia y hasta la saturación de anuncios oficiales que ensalzan los éxitos reales o supuestos del gobierno en contra de la delincuencia. Tanto más desolador resulta que el embajador estadunidense se erija en una fuente de información más precisa que las propias autoridades nacionales, no sólo por lo que esa situación sugiere en términos de pérdida de soberanía, sino también porque habla de una dislocación institucional que deriva en opacidad, confusión o, peor aún, ocultamiento de las razones y cálculos del equipo gobernante.