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Arráncame la oportunidad (III DE IV)
Puede hablarse, a partir de lo dicho hace una semana, de otra oportunidad malograda en Arráncame la vida: la que tuvieron y desaprovecharon Talancón y De Tavira al compartir el set con un actor de talento y eficacia más que comprobados, que suele trascender los magros márgenes de una producción fallida, un guión mediocre, una escena mal planteada o un personaje que nació irremediablemente chato o inclusive deforme, como en más de una ocasión Giménez Cacho ha dejado claro.
No hace falta ninguna genialidad para entender –aceptarlas es harina de otro costal– las razones del duramente sostenible idilio entre los directores de casting cinematográfico y cierto puñado de jóvenes actrices, a la cabeza de las cuales parecen ir una Martha (Higareda), tres Anas (De la Reguera, Serradilla y Talancón) y casi nadie más. Se trata exclusivamente del hábito, aparentemente indispensable para producciones como ésta o como cualquier otra que, como ésta, busque no sólo el resarcimiento económico sino la generación de ganancias, de incluir en el reparto a una guapa taquillera, por más que la historia reciente de nuestro cine siga extenuándose en demostrarle a propios y extraños que, hoy por hoy, no se cuenta con tales imanes de taquilla si se los quiere hallar del género femenino. (Que los haya del género masculino es discutible, y como ejemplo vaya ese botón llamado El búfalo de la noche, en el que Diego Luna, innegable rutilancia de nuestro micrométrico star system, naufragó sin remedio, o ese otro ejemplo llamado La ciencia del sueño, donde tiene lugar uno de los mejores desempeños actorales de Gael García, pero que curiosamente no hizo eco en un público que más bien quiere verlo, como por desgracia lleva rato haciéndolo, actuar de sí mismo.)
Daniel Giménez Cacho |
Pero los directores de casting, y con ellos todos aquellos que pueden o deberían evaluar su trabajo, como quien oye llover: siguen dándole call backs a Unascuantas, casi pareciera que con ganas de darle nueva vigencia a un sambenito más o menos reciente, de acuerdo con el cual el cine mexicano, actoralmente hablando, se solazaba con frecuencia rayana en la obsesión en apellidos como Rojo y Bichir.
Como se dijo arriba, entender las razones para que se proceda así es una cosa y aceptarlas es muy otra. Al respecto, es preciso revisar película por película y esforzarse por entender qué razón en particular hizo que la producción se decidiera por esta cara bonita y no esta otra, quizá menos bonita pero instalada en la humanidad de un sujeto más talentoso. Hablando de Arráncame la vida, cuando se da la triste combinación de que la guapura viene acompañada solamente del más pobre de los desempeños profesionales del trío que lleva en sus hombros casi la totalidad de la carga dramática de la historia, la consecuencia es que Uno comienza a deplorar elementos que, posiblemente, no serían precisamente deplorables si los hubiera tenido bajo su responsabilidad un actor ya no digamos bueno sino siquiera solvente. A dicho inconveniente incorpórese la condición, específica de esta cinta, de que al señor De Tavira se le encomendó el papel del amante joven, es decir, un personaje que por definición debe resultar encantador, fascinante, decididamente irresistible, algo así como un efebo llevado a la cuidad de Puebla a principios del siglo pasado. Alguien tuvo a mal suponer que para la obtención de todo eso bastaba y sobraba con alguien físicamente atractivo –claro, siempre y cuando por “atractivo” se entienda el cumplimiento de los clichés comercial-occidentales al uso–, y que para nada se necesitaba un actor en posesión de eso que algunos entendidos gustan de llamar ángel, carisma o duende.
Entre su amante de insípida belleza y acartonamiento sin salida, y su esposo de preponderante presencia a cuadro –pero no sólo ellos, sino además un reparto femenino que incluye, entre muchas otras, a actrices con mayúscula como Delia Casanova, Isela Vega, Ana Ofelia Murguía y una sospresivamente agradable Eugenia León encarnando a Toña la Negra–, la Catalina Guzmán encarnada por Talancón se ve ora contaminada de rigidez, ora eclipsada por un despliegue histriónico que la rebasa con mucho, ora empequeñecida por la involuntaria superioridad de sus comparsas. Mala cosa para un filme basado en una novela que en dicho personaje ha puesto, parafraseando a la canasta del refrán, prácticamente todos los huevos: protagonista, narradora en off, voz cantante e hilo conductor...
(Continuará) |