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Hugo Gutiérrez Vega
CARTAGENA, DE EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ (V Y ÚLTIMA)
Ya vendrán después la tristeza postcoito y la sensación de ser un traidor desalmado, un pecador empedernido, carne desolada como la que colgaba macilenta en los melodramas mexicanos del cine de los cuarenta y cincuenta. Estas sensaciones le impedían quedarse al lado de su amante cuando ella más lo necesitaba, lo obligaban a huir del lugar pecaminoso. Es en estos aspectos donde se dan las distintas actitudes del hombre y de la mujer frente a la relación sexual. Es indudable que, dígase lo que se diga, la posición de la mujer es más fuerte y serena. Por eso somos nosotros los que hacemos daño y luego nos quejamos. Ya decía Sor Juana que nos parecemos "al niño que pone el coco y luego le tiene miedo".
Por último, pensemos en las mujeres que son, a pesar de la fuerza de Alejandro, casi primera persona de la narración, los personajes principales de esta saga amorosa y desenamorada; en la Carmen agobiada por las vejaciones de lo cotidiano, mujer y madre, ama de casa y, al mismo tiempo, todopoderosa señora del balanceo; en Teresa, la "lánguida sílfide de la aristocracia criolla cafetalera", más niña que madre, autoritaria y víctima a la vez, con sus interminables orgasmos y su cabeza refugiada en el costado del amante huidizo, con sus entrecortados discursos y sus alabanzas hiperbólicas tan útiles para afirmar al narciso y sostener firme a Príapo. Sorprendida y feliz ante cada novedad sensual, tenía, también, la urgencia de una ternura que su amante apenas podía proporcionarle, pues, víctima de la retórica jesuítica, se decía a sí mismo que "mientras no ames tu pecado, habrá salvación".
Tengo la sensación de que Mónica, la enferma (en algo me recuerda a la lánguida mujer valleinclanesca de la sonata fría), es la señora del pasado, la de los ricos treinta años y, por lo mismo, un fantasma omnipresente, imposible de exorcisar. Alejandro es, como lo reconoce, a male chauvinist pig –y la lista es larga y laberíntica: Carmen, Teresa y Mónica, y Griselle, Dámaris, Virginia... Todas giran, ya lo decía antes, en esta nueva ronda schnitzleriana. Lo es, pero también es un ser desolado y confuso, refugiándose en sus largas nadadas y en el alcohol para enfrentar todas las dicotomías amatorias y el estupor frente a la edad madura que toca ya a las puertas y expulsa a la juventud que, por más mala que sea, siempre conserva su dorada memoria.
Mónica en Nueva York, Mónica con el nuevo cabello, matrona caribeña llena de las fórmulas cariñosas y animadoras del mundo antillano. Teje y desteje como Penélope o Molly Bloom su tela de amores y de desengaños, con su embarazo no deseado y su cueva prehistórica llena de machos caribeños siempre a su servicio. Preñada y dispuesta a ya no estarlo, escucha la voz de la gran tecata Billie Holiday: "Love will make you drink and gamble." No sé si Mónica sea una perdedora, pero eso no importa en este juego de seres a la deriva, "esperando la muerte de un niño en el velero japonés" del poema escrito por Lorca en Battery Park. Yolanda aparece con su juventud pecaminosa y apabullante, y no borra todo, pero reabre la ruta a Cartagena. En este momento, la novela da un giro y cierra su círculo y, sin metáfora, se muerde la cola. Alejandro nada en Punta Las Marías, de un tocadiscos cercano brota el blues "Juguete" de Bobby Capó cantado por Cheo Feliciano, los condominios tipo Miami se tragan las playas de Isla Verde, a lo lejos se encienden las primeras luces de El Condado, llega el crepúsculo a San Juan Bautista de Borinquen, venden todo en la catedral del consumo caribeño, las culturas se mezclan y entrechocan, las identidades se ofuscan, la isla, pase lo que pase, sigue preciosa, y Alejandro, Carmen, el hijo, Teresa y Mónica nos dan su deslumbrado, angustioso, alegre y melancólico testimonio de amor humano.
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