ANTROBIOTICA
Carta abierta a T.
Ampliar la imagen Como el calor en China también es insolente, un restaurante decidió instalar su cocina de hielo en plena banqueta en Xi'an, población de la provincia de Shaanxi. El gusto les duró apenas un día, pues las altas temperaturas acabaron con la singular construcción Foto: Ap
UNO. ¿TE ACUERDAS que en Aguila y Sol festejamos tu cumpleaños el año pasado? ¿Falda café, ojos verde chiapaneco, pelo entre güero y rojo, escote insultante, O deep division of prodigious breasts? Yo, obviamente, sí me acuerdo. De mil cosas me he olvidado, pero no de ese clásico instantáneo que tiene que estar a la entrada de una platónica Carta ideal de la cocina chilanga: huauzontles gratinados de queso de cabra y salsa de pasilla; unas tortitas del tamaño de un centenario, mojadas con salsa de chile pasilla, salpicadas con lascas de chile tostado, cubiertas (creo) de un brevísimo gratín, paralelos recuerdos cremosos del gratín y filos herbales del huauzontle. Recuerdo la intensidad rugosa del cebiche de esmedregal con piña y chile manzano, que limpia la nariz con vinagreta de cilantro y albahaca; recuerdo el foie gras con chocolate tabasqueño: nupcias de sabidurías francesa y mexicana; recuerdo los tacos de chilorio en torrecita. Pero recuerdo más (¿y tú?) la sopa de tortilla. El gordito y entrañable Colman Andrews, editor de Saveur, dice que, en sus orígenes, esta sopa estaba "diseñada" (jeje) para usar el caldo y las sobras del pollo guisado y la tortilla endurecida para combinarlos con unos cuantos ingredientes básicos, localizables en la cocina de cualquier casa mexicana: chiles, queso blanco fresco, jitomate, epazote, chicharrón de cerdo, tal vez. El resultado fue tan feliz que el platillo ha trascendido, no sólo su origen hipotéticamente humildísimo, sino su propia receta, pulida por los lustros como un guijarro, y se ha vuelto un espacio para la depuración. La de Aguila y Sol, de plano, se lleva de calle cualquier otra que hemos guardado en nuestros archivos: caldo hiperconcentrado, picante, pero nunca pasado de lanza con la lengua, construido sobre los cimientos de huesos horneados de pato: redondez sin fisuras, potencia, con la encantadora coquetería de que ese caldo moja tortillas de colores: verdes, azules, rojas. Hay más cosas de colores en este local: las aguas deliciosas, el pan.
(PARENTESIS. DE TODOS los poemas que me recuerdan a ti, probablemente Sushi, de Paul Muldoon, abre la llaga más que cualquier otro. Why do we waste so much time in arguing?, ¿por qué perdemos tanto tiempo en discusiones?, se pregunta aquella voz. Naturalmente, yo tampoco puedo responder la pregunta.)
DOS. LA ELECCION del plato fuerte costó más trabajo. (De pura casualidad, ¿no podrían hacer un menucito degustación, aunque sea pa' los cuates? Prometo hacerme cuate.) Estaba, por ejemplo, el salmón con costra de maíz -suerte de polenta crujiente-, salsa levemente cremosa de almejas y que recibe un jaloncito de entusiasmo de una espolvoreada de chile piquín sobre las almejas en concha, jalón de último segundo a los costados de la lengua; ahí el atún a la parrilla con vegetales en escabeche y una salsa en hiperreducción; ahí un cerdo con mole amarillito nada respondón, más bien inclinado al apapacho; ahí dos patos: uno, en un mole negro muy complejo, en el que conviven apuntes dulces de chocolate, notas picantes que se sienten en los costados de la lengua y texturas: piel crocante, carne muy suave, salsa aterciopelada (aceptemos ese adjetivo, aunque este mole no se parezca literalmente al terciopelo), todo acompañado de un triángulo de arroz con plátano, que no es ni más ni menos que lo que tiene que ser. El otro pato ha sido horneado varias horas y finalizado en la sartén, en un adobo "estilo pastor" de jitomates, chiles y naranja, al que escolta un par de rebanadas de piña rostizada. No sé si hay que ser chilango para disfrutarlo de veras, pero sin duda será útil: es un baulito de recuerdos (a mí, de entrada, me recuerda a los tacos Meche, que estuvieron en Campeche casi con Insurgentes, hace como 25 años, y que olían exactamente igual a ese plato, recado olfativo que el tiempo reveló) y una broma privada. Para un habitante de otro país o acaso de otra ciudad, el plato es impecable, cachondo, intenso. O quién sabe. Y en los postres, Aguila y Sol ya era puro desmadre: un pastel de elote que trae un angelito de la independencia; churros con chocolate y confeti de alegrías nos devuelven a una infancia donde los modales estaban para ser derribados y sopear o no sopear no era, ni de lejos, El Dilema; flan de coco como una acuarela de Paul Klee, si Paul Klee se hubiera criado en una despensa de casa mexicana; o ese postre de flores que es una crema cubierta por un manto policromo de flores de Xochimilco. (Inevitable acordarse de Agueda, que, "luto, pupilas verdes y mejillas rubicundas", era "un cesto policromo / de manzanas y uvas / en el ébano de un armario añoso". Bueno, tal vez tú sí puedes evitar acordarte de ella.)
TRES. NOS BESAMOS dos o tres veces nada más, desde que te conocí hasta que dejé de verte. Prometimos volver a Aguila y Sol y no lo hicimos, y a estas alturas ya me da güeva hacer la lista de los lugares que conocimos juntos o de los que nunca conoceré por culpa tuya. ("Está muy lejos", "está muy caro", "qué pereza".) La última vez que supe de ti estabas en el messenger. Me dio gusto encontrarte -ahora mismo, mientras escribo, siento una vaga emoción que no alcanza a hacerme temblar la mano-; te saludé; a los dos minutos dijiste: "voy a bañarme, ahorita regreso". Supongo que no te ahogaste en la regadera, sino que, simplemente, decidiste nunca volver de ese imaginario duchazo. Suerte, pues.