Por
Rocío Sánchez
Raúl estuvo preso
en lo que fue la Escuela Correccional de Hombres, cuando tenía
17 años. Ahí, explica, “te tienes que pelear
una o dos veces por semana, hasta que golpees a un sargento, que
es quien controla todo el dormitorio, el que dice qué hacer.
Te pone a marchar, a hacer el quehacer, o a lo que se le ocurra;
si no lo haces te golpea él o sus segundos. Pero si llegas
a ganarle, te quedas con ese puesto”.
De acuerdo con el psicólogo Rodrigo Parrini, especialista
en estudios de masculinidades y sexualidad, que ha trabajado el tema
de las relaciones sociales al interior de las cárceles, para
alimentar la “hombría” el poder es importante
en cualquier contexto. En la cárcel, esta necesidad se exacerba. “El
vínculo de masculinidad y poder es una forma de mantener un
estatus dentro de la cárcel”, dijo en entrevista con
Letra S.
Hay ciertas características que favorecen que el interno logre
un mayor poder y estatus sin tanto esfuerzo. Según Raúl, “depende
del delito. Si van por secuestro u homicidio nadie se mete con ellos,
desde el principio se les teme: como sus delitos son graves y a lo
mejor ya no salen, no se van a tocar el corazón para hacerte
daño. Ya no tienen nada que perder y, al contrario, mucho
que ganar por el respeto que van a adquirir”. La violencia —real
o imaginada— es uno de los elementos que aporta poder a los
varones en el contexto extremo de la prisión.
El respeto no se compra
Cuando un hombre carece de mala fama o la rudeza que le daría
más poder ante sus pares, la estrategia es el uso del dinero.
Empero, aunque el dinero da poder, no otorga respeto.“Ese te
lo tienes que ganar de otra manera, por tu forma de pelear o de ser”,
dice Raúl, quien también estuvo en el Reclusorio Oriente.
No obstante, para quienes no quieran o puedan defender a puños
su integridad, aún hay otros reductos.
Es el caso de Héctor, quien a los 20 años llegó al
Reclusorio Sur. Estaba terminando la preparatoria en una escuela
privada cuando fue consignado. “Como entras sin saber nada,
te tienes que ir ganando el respeto: a lo mejor te avientas un tiro
o les haces favores: les lavas la ropa, les limpias los zapatos,
como si les hicieras un servicio; te vas ganando la confianza de
la gente con poder”.
Pero antes de la fajina (quehaceres de limpieza) que Héctor
realizó, sin saberlo ya tenía el pasaporte al estatus:
sabía dibujar. “Un día me puse a dibujar. Un
chavo me pidió que le dibujara una Virgen en la pared, otro
que le hiciera una cruz en la muñeca. Llegó a oídos
de un custodio, que me dijo: 'dibujas chingón, te voy a conectar
con alguien de más arriba para que te dediques a tatuar'”.
En la cárcel se aspira a ser el más cabrón,
pero se sabe que no todos pueden serlo. Hay un orden de cosas que
difícilmente podrá ser alterado. La madre, el líder
de la celda que usualmente es el que tiene mayor antigüedad,
dejará de serlo algún día, pero siempre habrá alguien
que ocupe su lugar. Y siempre habrá internos nuevos que llegarán
a lavar el piso de rodillas, sin trapeadores o jergas.
Aguántese como los hombres
¿
Cómo se asciende en la jerarquía penitenciaria? Raúl
llegó a ser sargento de su dormitorio. “Yo prefería
pelearme a acceder a algo, ya sea alguna cuestión física
(sexual) o algún tipo de control. Nunca me dejé. Yo
sí me rifé con todos. No te voy a decir que ganaba
siempre pero al no abrirse uno va adquiriendo respeto. Aunque no
seas muy bueno para los golpes, si no te abres ya le van midiendo”.
Héctor hizo lo contrario, pero no le fue mal en los pocos
meses que permaneció en prisión. “Un tipo me
cantó un tiro por mis botas y yo le dije que no. No lo volví a
ver. En este caso, como dicen, yo me abrí con este señor,
pero no me volvió a buscar. En caso de que lleguen de manera
más directa, en bola, ahí sí ya es la ley de
la vida: te defiendes o te mueres”.
Los presos desarrollan, de acuerdo con Rodrigo Parrini, “una
especie de coraza subjetiva que es necesaria en la cárcel
para sobrevivir, la cual se adapta muy bien al concepto de la masculinidad
hegemónica: ser patriarcal, llevar la batuta, ser el que manda,
ser violento si es necesario”. La experiencia de Raúl
lo corrobora: “Tratan de no mostrar temor, pero todos en el
fondo tienen miedo. Hay quien sí lo deja ver y es al que agarran
de bajada, de renta, incluso pueden llegar a ser violados”.
Cabrón que se chinga a cabrón
El contacto sexual entre internos no se da necesariamente en un contexto
de violencia. Lo que sí impera es un código de silencio
sobre el homoerotismo que se puede llegar a presenciar o a protagonizar
estando recluido.
Parrini recuerda que “en la clásica defensa de la visita
conyugal se dice a las autoridades: 'si usted quiere evitar el homosexualismo,
haga visita conyugal'”. El subsecretario de Administración
Penitenciaria de Nuevo León, Rogelio Martínez Gracia,
declaró al diario Milenio de Monterrey (16 de mayo de 2006,
nota de Antonio Argüello) que la administración no quiere
fomentar “la promiscuidad y el homosexualismo”, por lo
que no se les dan condones a los internos pues sería “invitarlos” a
tener coito. “Él no necesita fomentar nada, eso ya está”,
revira con ironía el investigador.
Raúl reconoce que sí hay contacto homosexual, principalmente
como intercambio por drogas o protección dentro del penal,
aunque “si lo ves te haces de la vista gorda o te haces el
dormido”. Pero las relaciones entre varones no pueden verse
como una situación derivada de la falta de disponibilidad
de mujeres. Para tener sexo heterosexual no hay que esperar a las
visitas conyugales oficiales: todos los días de visita (martes,
jueves, sábados y domingos) los internos acondicionan, en
los patios, cabañas hechas con madera y cobijas, alrededor
de 300 espacios (en el Reclusorio Norte) para recibir a las parejas. “Puedes
estar con tu pareja o una chica a la que le pagues”.
Parrini encuentra, más bien, en muchas de las relaciones sexuales
entre reos una mezcla de violencia y poder. “Cabrón
que se chinga a cabrón, es dos veces cabrón”,
resume, y lo define como “una especie de ecuación de
masculinidad y poder donde acostarse con otro hombre no te aminora,
al contrario, es una demostración de una hombría tan
poderosa que es capaz de avasallar también a los otros hombres”.
Ya sea entre hombres o con las mujeres a las que tienen acceso, los
internos suelen sostener todos sus encuentros sexuales sin condón.
Por lo general (según se desprende de las declaraciones del
funcionario de Nuevo León y de los testimonios de los ex internos
consultados), las autoridades no consideran necesario darles preservativos
pues suponen que la sexualidad sólo se ejerce en el marco
de las reglas del penal. Los propios internos menosprecian la posibilidad
de protegerse de infecciones de transmisión sexual, incluyendo
el VIH. “Creo que a todos se les olvida... o les vale”,
corrige Raúl. No es casual que la prevalencia del VIH en la
población penitenciaria sea de entre dos y cuatro por ciento,
muy por arriba del 0.3 por ciento de la registrada en la población
general. Según estimaciones de ONUSIDA y el Censida, de las
180 mil personas que viven con VIH/sida en el país, alrededor
de 6,300 están privadas de su libertad.
La masculinidad que se vive dentro de las cárceles ofrece
riesgos para los hombres que deben ajustarse a ella. Pero tendría
un costo tal vez mayor el no ceñirse a lo establecido, observa
Parrini. “El que esa masculinidad se transforme no depende
de cambios individuales; hay una dinámica organizacional muy
poderosa y si alguien quisiera ser distinto podría vivir mucha
violencia o quedaría en un aislamiento extremo. Ambas situaciones
son desagradables y difíciles de sobrellevar”. Quizás
sea, como lo entendió Héctor, que “la gente más
oprimida ahí adentro es la que se opone a las reglas, la que
se niega a la realidad que se vive ahí”. Situación
que resulta todo un reto para las políticas preventivas..
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